Loteros en guerra
Actualizado: GuardarCuando alguien entra en una administración de lotería, está practicando un rito no muy diferente al que practicaban los indios apaches –al menos los de las películas– cuando se ponían a bailotear para propiciar la llegada de una manada de búfalos, por ejemplo. Entras a comprar un décimo y te conviertes de pronto en un ser primitivo y supersticioso, devoto del azar y de las estadísticas, de los milagros y de los millones, con una fe repentina en el 9 o en el 7 o en el número que sea, y hasta llegas a pensar que tienes dotes adivinatorias cuando observas tras el cristal las ristras de boletos y una punzada instintiva te dice: «Ese es el que va a salir», y lo compras. Y luego no sale, claro está, pero por ese pequeño contratiempo no pierdes tu fe en la chamba, y al poco repites ese ritual incierto con la fe indemne, porque no hay ilusión más obstinada que la de convertirse en millonario sin tener que tomarse siquiera la molestia de meterse en política y corromperse a lo grande.
Los loteros andan ahora a las malas con los que mandan porque los que mandan quieren diversificar los modos y puntos de venta. Es el riesgo de los negocios basados en la suerte: que a veces la hay y a veces no, y esta vez a los loteros parece que va a tocarles perder, que es lo que lleva haciendo la mayoría de sus clientes desde hace décadas, aunque no hay constancia de ninguna protesta colectiva de personas a las que no les haya tocado ni el reintegro en el sorteo de Navidad, pongamos por caso, ya que el consumidor de lotería une a sus quimeras magníficas un sentido prodigioso de la resignación: sabe que si no juega para perder siempre, no podrá ganar nunca, y con esa paradoja se consuela.
Wenceslao Fernández Flórez, aquel escritor esencialmente melancólico que tuvo la buena educación de meterse a humorista para no cometer la descortesía de ser esencialmente melancólico, sostenía la hipótesis de que la lotería es un fraude organizado por el Estado. Según él, la lotería no le toca a nadie, y todos esos tipos que aparecen en los medios de comunicación como agraciados por la suerte no son sino funcionarios a los que se les encomienda la tarea de descorchar botellas de champán ante los periodistas y ante los jugadores sin fortuna. Si algún funcionario de esos se va de la lengua y desvela el secreto, lo asesinan, y eso explicaría los crímenes inexplicables que se cometen de vez en cuando.
Los loteros están, en fin, en son de guerra. Y mucho valor hay que tener para comprar un décimo cuando los intermediarios entre nosotros y nuestros sueños materiales están viviendo una pesadilla. Porque igual hasta nos toca. Y a ver qué hacemos entonces con ese dinero surgido de la desdicha ajena.