El toreo clandestino
ESCRITOR Actualizado: GuardarSopla una céfira brisa fresca primaveral, la noche es oscura. Un mantón azabache cubre la dehesa, aunque la tenue luz de la luna, como faro de mar, es suficiente para entrever los olivos. Una portentosa figura, más que negra azabache, parece echada tras uno de los olivos; posee dos velones blancos que coronan su testuz. Asoma, entonces, tras una valla de maderos rotos y alambres oxidados, la esquelética figura de un muchacho delgaducho con pantalón corto y despojado de camisa que le cubra el torso. Se mueve sigilosamente; sólo el canto de los grillos interrumpe el sonido de su corazón, que tamborea con tal poder que parece querer salir de su pecho. Tiene miedo, no lo oculta; no tiene que aparentar ante nadie. Siente cómo se le seca la garganta; no tiene saliva, pero parece llevado por un objetivo ilusionante.
El muchacho despierta la atención del toro echado, que se incorpora sacudiéndose los lomos contra el olivo que le cobija todas las noches. Comienza el zagal a escarbar en la fría arena como si de un topo se tratase. Lo hace entre dos olivos, y justo delante de una enorme roca blanca, le afloran dos ríos de sudor por la frente, pues se le suma el temor a ser descubierto por los vaqueros del lugar, quienes a buen seguro le proporcionarían un buen escarmiento. Encuentra por fin enterrado, a unas dos cuartas, un saco parece que militar; dentro de él , una roja muleta y un viejo estoque. Es evidente que algún amigo se lo enterró con anterioridad en lugar propicio. Cuidadosamente, como el que encuentra un tesoro, la sacude y bambolea. El toro azabache no deja de observarlo, quizás pensando si se trata de un zorro en busca de comida enterrada. Ve entonces, con cierto recelo, cómo ese gran zorro con su roja presa en mano salta la valla. Poco a poco, aquellas dos sombras se transmutan en una sola oscuridad. Comienza así, en la más romántica clandestinidad, el milagro del toreo.
Y es que el toreo jamás debe perder su clandestinidad, su sola soledad y su valerosa heroicidad. Eso, su ser heroico, cómo un simple hombre supera con valerosa inteligencia la portentosa fuerza de un bravo animal, es sólo el principio de lo místico a lo puramente artístico. Un arte que es, en sí, burla de vida y muerte, que siempre al filo de la tragedia es creación. Creación que, a diferencia de otras artes como la pintura, la escultura o la literatura, es expresada de principio a fin ante nuestros ojos. El pintor sólo muestra su obra al ser terminada; esconde su proceso de creación y muestra el final de la obra. El torero no puede esconder nada. Sucede ahí, en el albero, con su dolor, sus dudas y su clamor.
¡Ahí queda eso! Parecen decirnos los toreros clásicos tras una gran faena. ¡Ahí queda eso! Nos lo dice el que tenga, claro, algo que decir, que nos dijera Rafael el Gallo. Pues el decir del torero es mostrar su misterio, su heroica clandestinidad. Del barroquismo de Juan Belmonte a la hondura desgarrada de Rafael de Paula. Todos los grandes toreros han sido aquellos que nos han dicho su misterio. ¡Ahí queda eso! Una media verónica de Paula, un natural de Antoñete o un trincherazo de Curro. No importa lo efímero, sino su expresión inmortal. Así, el toreo se hace arte universal, seducción del pensamiento. Y es su universalidad la que nos seduce con arrebatadora espiritualidad, belleza en conmoción.
De su conmoción beben todas las otras artes. El milagro lo pintan los pintores, lo esculpen los escultores, lo cantan los cantaores. fuente que emana para ser bebida y bien entendida. De su luz y agua se enriquecieron grandiosos artistas como Goya o Zuloaga, como Lorca o Bergamín; ellos cumplieron con maravillosa fantasía una justicia moral, la de eternizar a través de pinceles y plumas la conmoción del toreo. A través de ellos, el toreo se canaliza y se hace más universal e intelectual. Se transmuta esa soledad en soplo para todos. Eso, el soplo del toreo, se tiene o no se tiene. El soplo divino lo pone Dios, mientras el Diablo enfurecido resopla; la ligereza viene del cielo, el peso. del infierno. Por eso el toreo es como una liviana brisa que nos sacude con el peso de la emoción; un milagro de luz que da Dios y sombra que quita el Diablo. Milagro de luz y sombra, que es a su vez, pintura y poesía, aforismo y cincel Por todo ello, al toreo no se le puede entender sin su universalidad nacida de su clandestinidad, pues los grandes toreros torean para sí mismos desde sí mismos, y con ese lenguaje místico interior que nos llega con súbito poder a todos. Soledad para todos desde los arcanos del espíritu; eso el que lo tenga, claro, pues pocos rezuman espíritu santo y muchos son los amanerados que carecen de naturalidad, cuerpos huecos. Y es que sólo la naturalidad llega al universo. Ese «ahí queda eso» que toro y torero realizan, queda en el aire, un aire sin tiempo; que ni es pasado ni presente ni futuro, sino un subtiempo sin edad que jamás podrá ser borrado. Incluso se podría entender que a todos nos une una brisa de aire con ese estado en conmoción, pues lo vivimos y recordamos y, por ello, unos lo escriben, otros lo pintan, otros lo cantan. Y no nos expresan sólo la belleza, sino más allá; la razón de aquel aire y su arrebatadora dimensión, con la pasión encogida, el pecho afligido y la fe de la verdad debida. La verdad del toreo es su soledad, su sola clandestinidad; la mentira es todo lo que sobra.
«No, no sabéis convertir los capullos en flores.
Los sacudís, los estrujáis; no está en vuestro poder hacerlos florecer».
Rabindranath T. Tagore