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Torería de Cayetano
Salió a hombros junto a un entonado Jesulín frente a un descastado y flojo encierro de La Palmosilla
UBRIQUE. Actualizado: GuardarTal como resulta previsible en estas corridas en las que aparecen anunciados tres figuras de la torería, dos de ellos salieron de la plaza izados a hombros entre la aclamación de una multitud incondicional y enfervorizada. Como también es previsible en ellas, para que esto resulte posible salieron a la arena seis animales de presencia y fuerzas disminuidas y de una nobleza y boyantía extremas. Pero de tanto buscar el toro que no presente problemas ni ocasione sobresaltos a sus matadores se ha llegado al punto, casi sin retorno, de unos ejemplares que derrochan tanta dulzura que llegan a empalagar. Y de unas embestidas tan monótonas y previsibles que provocan aburrimiento. Ésto ocurrió en la tarde de ayer, pero ello no fue óbice para que el público se divirtiera y solicitara con inusitado ánimo un reguero de trofeos para los espadas actuantes.
Abrió plaza un burel de extrema docilidad pero sin un ápice de transmisión ni de emoción en su embestida, al que Jesulín elaboró un trasteo consistente en una sucesión de derechazos, interrumpidos por el desplome intermitente de la res. Pero en tarde tan importante como la de su reaparición ante el paisanaje, el de Ubrique realizaría un encomiable esfuerzo ante el cuarto, con el que volvería a encontrar el calor de los tendidos. Presentaba aquél una acometida corta y rebrincada, que llegó a poner en apuros al espada a la salida de un remate con la capa. Al abrigo del bullicio festivo de la solanera, inició la faena sentado en el estribo para plantear después el trasteo en el tercio. El toro, con las fuerzas y la casta justas, repetía codicioso las embestidas y exigía una conducción larga y templada de sus viajes. Jesulín puso empeño y derrochó coraje para ganar la pelea a su oponente. Hermosa lid, que el torero resolvió con una faena profusa en muletazos y altibajos estéticos pero en la que dejó manifiesta su más genuina y particular tauromaquia. Esa que tantas tardes de gloria le ha concedido a lo largo de su dilatada trayectoria. Un desplante de hinojos y una gran estocada constituyeron el broche a su entregada labor.
Los momentos más lucidos del festejo los firmó Cayetano frente al noble ejemplar de La Palmosilla que hizo tercero. Animal de larga, pronta y repetitiva embestida que el diestro madrileño aprovechó para esculpir una faena brillante y templada en el que llegaría a bordar el toreo al natural. El trasteo lo había iniciado con armónicos pases por bajo alos que abrochó con la exquisitez de un precioso cambio de mano. Cuajó después dos series de relajados derechazos, rematadas con los obligados de pecho.
Elegancia
El conjunto de la obra resultó redonda y maciza, con destellos de un alto nivel de plasticidad y detalles de fino aroma, de auténtica elegancia torera. Cómo resultaría de cuajado el trasteo, que a pesar de pinchar en dos ocasiones con la espada y de utilizar por tres veces el verduguillo, el público, totalmente entregado, solicitó con vehemencia y unanimidad la oreja para el torero.
Muy decidido recibió también al sexto de la suelta, al que saludó con verónicas, chicuelinas y revolera. Se gustó después en un luminoso quite por tafalleras, rematadas con airoso afarolado. Muleta en mano, inició su labor con unos estatuarios junto a tablas que dieron paso a una faena en los medios en la que esbozó series por ambos pitones que carecieron del acople y continuidad deseadas. Ni el toro poseía profundidad en su embestida ni Cayetano consiguió templar ni ligar con quietud los muletazos.
Con el compás abierto y cargada la suerte, derramó El Cid clase y donosura en sus verónicas de recibo al segundo, antes de que éste se derrumbara. Con el cite adecuado y una exacta colocación dibujó con pulcritud el trazo de las dos primeras tandas en redondo.
A partir de ahí, la faena bajó en intensidad y se observó a un Cid desorientado ante la corta embestida y el incómodo gazapeo que presentó su enemigo. El quinto fue un animal anovillado y escurrido de carnes que se demoronaba a la salida de cada pase y que convirtió en triste pantomima los esfuerzos reiterados de El Cid en extraerle muletazos. Pero la música no paró de sonar y el público ni siquiera protestó. Sólo le importaba que a El Cid le concedieran la oreja.