La memoria del dolor
Un archivo para no olvidar. Lo mismo una cita de Machado, que unas letras de Springsteen o un paquete de kleenex vacío como metáfora de las lágrimas derramadas... el CSIC ha recopilado toda la poética del duelo del 11-M
Actualizado: GuardarNo se conoce su nombre. Se sabe de él que era uno de los millones de españoles que asistieron desde su casa a la crónica del horror del 11 de marzo de 2004 (mañana hace seis años). Aquel lamento de camillas improvisadas con puertas rotas, de caras descompuestas, de sueros, miembros amputados, humo y ataúdes habitados por inocentes pasaría a la historia como el 11-M. El día, jueves, ocuparía un lugar de honor en el cuadro de la infamia y de la barbarie. El atentado terrorista más brutal de los que ha vivido Europa marcaba a fuego la memoria colectiva con los nombres de las 192 víctimas que viajaban en los trenes de la muerte. La lista se puede leer en la Estación de Atocha. Empieza con Eva Belén Abad y es muy larga.
Se sabe que el protagonista de la historia contempló todo eso por televisión y se vio, como millones de ciudadanos, en la zozobra que sienten las sociedades heridas. Por eso, se levantó, recogió los platos y tomó el mantel del comedor, estampado aún con las manchas de lo cotidiano. Lo quitó de la mesa con determinación, lo extendió y sobre él pintó un mensaje como un grito sereno: PAZ. Lo dobló, se acercó hasta una de las estaciones y colgó la sencilla pancarta en uno de los altares espontáneos que la solidaridad había plantado en los escenarios de la tragedia. El mantel que pedía paz se unía a decenas de miles de extraños objetos en un contexto único. El Pozo, Atocha o Santa Eugenia convertían el dolor en un santuario sembrado de abrazos. Todos ellos fueron fotografiados, recogidos, catalogados, digitalizados y estudiados exhaustivamente por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que presentó ayer sus conclusiones en Madrid.
Más de 2.000 fotografías, cerca de 6.500 manuscritos, 58.000 correos electrónicos enviados esos días y debidamente registrados llenan hoy los cajones del dolor en un orden cartesiano. Aquellos pequeños grandes gestos quedaron recogidos en las estanterías de 'El Archivo del Duelo', que han trillado analistas de todos los campos en una pesada digestión, una catarsis de cinco años que ha coordinado la antropóloga Cristina Sánchez Carretero. Su misión era estudiar el patrón de comportamiento de la sociedad sacudida como un árbol en la tormenta.
A partir de mañana, todos los objetos digitalizados quedarán a disposición de los investigadores -no del público general- en el Museo del Ferrocarril (Paseo de las Delicias, Madrid).
Poesía y pañuelos
No hay experto que dilucide géneros en la maraña de mensajes, aunque imperaba la poesía, «algo en principio tan alejado de nuestra sociedad. Necesitaban hablar y para ello hacían poesía con cualquier herramienta», dice Sánchez Carretero. En el juego por comunicar, vale todo. «Lo mismo Machado que Bruce Sprinsgteen», lo mismo una cita de Hemingway («Nunca hagas preguntas de por quién doblan las campanas. Doblan por ti») que un dibujo o una cortina.
Todo. Cuando el equipo del CSIC fue a retirar un paquete vacío de pañuelos tirado, se dieron cuenta de que estaba puesto a conciencia. Era un Haiku hecho con basura, una enorme metáfora que hablaba de las lágrimas de su dueño, de todos los que habían llorado. «Nos llamaron mucho la atención los soportes», recuerda Sánchez Carretero. Algunos habían dejado sus mensajes en una cortina arrancada de casa, en un post-it, en un formulario de extranjería, en un folio tecleado con una máquina de escribir, en una pared, en una camisa que vestían en el momento del atentado, aún manchada de sangre. Tenían que comunicar como tiene que fluir el torrente de una presa desbordada.
En el cóctel de sentimientos de aquellos días, vigilado por los fantasmas que vivían en el enorme tanatorio de Ifema, mandaban dos campos semánticos: «Paz» y «Otro mundo es posible» y una frase por encima de las demás «Todos íbamos en ese tren». No todo fue amor. Hubo también mensajes políticos más duros, algunos de ellos referidos a la tormenta política que se vivió durente las elecciones, aunque según los investigadores quedaron relegados a las pintadas en las columnas. Uno de ellos llevaba la firma de Carlos García Súarez (Madrid, 1957), un transportista que había escuchado lo sucedido aquella mañana por la radio y tenía «la sensación de que había que actuar». Por eso se plantó en Atocha y soltó su semilla: «Todo esto por un puñado de votos».
Sonia Rodríguez dejó su papel. Ejecutiva, especialista en relaciones laborales, llegó al horno de las emociones en que se había convertido Atocha a su vuelta de un viaje a Baleares. Sonia se encontró sola ente la alfombra de velas en la que dejó su frase: «Por la paz y el recuerdo a las víctimas». Otros no dijeron nada. «Sencillamente, teníamos que estar». Lo cuenta Julián Espejer, un soldador de Talavera de la Reina (Toledo) que viajó hasta Atocha. «Tenía la necesidad de ir y quedarme en silencio allí de pie. Para mí, era una manera de enfrentarme a la crueldad del hombre y reflexionar sobre qué habíamos hecho mal. Hacía mucho calor por las velas y uno se sentía mal por la cantidad de dolor acumulado y bien porque dentro de todo lo malo, existía una unidad, una esperanza». Lo cuenta en el mismo lugar que tapizaba hace seis años el 'Archivo del Duelo', cuando las flores no dejaban ver el suelo. «Atocha se había convertido en un lugar de peregrinación», afirma Sánchez Carretero. A los trabajadores de la estación les supuso una carga que muchos no pudieron superar. «Trabajábamos en un velatorio y algunos no lo soportaron», dice el camarero de una cafetería que prefiere no identificarse.
Conforme se acercaba el verano, tuvieron que retirar aquel foco rojizo de calor y lo sustituyeron por unas máquinas en las que las personas escaneaban la huella de su mano y escribían sus palabras. Muchas de ellas quedaron inscritas bajo la silenciosa cúpula del monumento a las víctimas que hoy se puede visitar en la estación. «Hoy he pedido silencio por ti, por todos los corazones latentes», reza uno de los testimonios.
Madrid y Nueva York
La sensación ha sido la misma en otros templos improvisados. El mosaico de flores con velas guarda la misma carga que las rejas sembradas de fotografías de la Zona Cero de Manhattan, a la orilla del agujero que dejaron las Torres Gemelas. Tienen en común los ritos de duelo colectivo que afectan a las sociedades cuando hay una masacre. Siempre suceden en el lugar de la muerte «y sin que ninguna institución diga que hay que hacerlo allí». Aunque caben diferencias en la simbología: tras el 11-S, predominaban la bandera americana y los actos de patriotismo, mientras que la respuesta en Madrid fue «más cosmopólita» y referida a la ciudad: «Perú con Madrid», por ejemplo.
En ambas ciudades se rezó, aunque en el caso de los trenes malditos de Madrid, se hiciera con «una religión socializada», patente en las miles de estampas que se pudieron recoger. «Hay que rezar a Dios pero seguir creyendo en el hombre», escribió alguien. «No soy de rezar -confiesa la cajera Mari Luz Martín-, pero allí tuve un pensamiento por sus almas. Creo que ese día recé». Cuando dejó su vela, respiró.