Nagorno-Karabaj. Septiembre de 2007.
Sociedad

El viaje perpetuo

«Me gustaría regresar a todos los países», dice el incansable trotamundos catalán

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Alos 13 años, Jorge Sánchez se escapó de su casa de L'Hospitalet y no se conformó con llegar a Barcelona. Quizá en él ya latía la invencible pulsión del trotamundos, pero el caso es que el chaval acabó en El Aaiún, en esa parte del Sahara que entonces era española. «Me trataron muy bien: hice amistad con los legionarios, que me permitieron compartir un piso que tenían fuera del cuartel, y los saharauis me invitaban a sus chabolas para tomar té. Pretendía proseguir el viaje a Mauritania y luego a Senegal, pero las autoridades españolas me lo impidieron porque no llevaba pasaporte: yo creía que el mundo era libre y que podías viajar sin documentos, como en los tiempos de Marco Polo», recuerda. Lo devolvieron a su familia, pero aquella temprana vocación de nómada fue creciendo, alimentada por los atlas, las novelas de aventuras y esas páginas en color de la enciclopedia donde aparecían las razas del mundo o los animales exóticos. El niño había salido viajero.

Al principio, el veneno le hizo efecto de manera progresiva: de los 18 a los 20 recorrió Europa Occidental en autostop, en mitad de una utopía hippy que no le libró de ganarse la vida como mozo de maletas, mecánico dentista o vendedor de quesos en triciclo. Pero ese sueño setentero, psicodélico y multicolor, acabó abruptamente cuando tuvo que enfundarse el uniforme para hacer la mili. Justo entonces, al regresar a la España de finales de la dictadura, experimentó la iluminación que marcaría el resto de su vida: «Supe que sólo me sentiría completo como ser humano viajando y descubriendo el mundo. Sentí que al viajar vives con tu esencia, atrapas el tiempo». Hoy, a los 56 años, Jorge forma parte de la élite mundial de estas «almas vagabundas», como él las llama, y figura en el tercer puesto de la lista de Most Traveled People, uno de los rankings más reconocidos en este campo. Ya ha visitado todos los países del mundo (la ONU reconoce 194), pero a partir de ese momento se le plantearon innumerables retos más: el planeta está lleno de islas, de atolones y, muy en especial, de lugares de acceso casi imposible por razones geográficas o políticas.

Jorge completó la lista oficial de países en 2003, cuando por fin consiguió pisar Somalia. «Volé desde Djibouti en un avión ruso que procedía de Yeddah, en Arabia Saudita, y que transportaba ayuda humanitaria, mediante una propina adecuada a una azafata ucraniana. Fue como si hubiera cumplido un deber». Antes ya había estado, por ejemplo, en Corea del Norte, gracias a una inocente gestión en Pekín: «Me acerqué en bicicleta a la embajada de Corea del Norte, por simple curiosidad. Me trataron muy bien y me ofrecieron un tour individual por apenas 400 dólares, entrando en Pyongyang en avión y saliendo por tren a Manchuria. Me quedé sin dinero para atravesar Rusia y tuve que usar el autostop desde Siberia para regresar a España, pero acepté de inmediato». Porque -y esto es muy importante en su concepción del viaje- Jorge va liviano de equipaje, pero también de cartera: «Suelo trabajar por los países que atravieso y así me financio sobre la marcha, ya sea dando clases privadas de español o fregando platos en restaurantes. Apenas gasto dinero: casi nunca me alojo en hoteles, como de modo barato por los mercadillos y practico el autostop».

Como resultado de estas costumbres, los periplos de Jorge abundan en vivencias singulares. Él mismo cuenta que le capturaron las FARC, le condenaron como espía en Kabul, tuvo que repeler el ataque de hormigas carnívoras en Costa de Marfil, trabajó de vigilante con revólver en un burdel del Amazonas, le echaron una maldición en Micronesia, sufrió bombardeos rusos en el Hindu Kush y anglo-estadounidenses en Bagdad, buscó oro en la selva boliviana... «He estado en cárceles de media docena de países, siempre por las mismas causas: atravesar fronteras prohibidas para conocer qué había al otro lado. También he enfermado de malaria, ya que nunca tomo vacunas, pero siempre ha sido la variante benigna». Aun así, no hay ningún lugar al que no esté dispuesto a volver: «Los países son para mí como hijos, me intereso por todos. De hecho, me gustaría regresar a todos, para saber cómo siguen viviendo sus gentes. Algunos, como India o Rusia, me atraen como un imán y siempre acabo volviendo a ellos».

Como todos los viajeros, Jorge ha desarrollado sus rituales, un protocolo personal para introducirse sin brusquedades en sociedades desconocidas. Cuando llega a un sitio nuevo, intenta comer en algún mercado y se toma una cerveza local. Después, pregunta por el templo que corresponda a la religión del lugar y nunca deja de visitar los monasterios, que son -y la frase hecha adquiere plena dimensión en este caso- lo que más le interesa en el mundo. De hecho, ya tiene fichados varios donde no le importaría pasar el resto de su vida: «El de Simonos Petra, en el monte Athos, me dejó una grata impresión, pero también podría vivir en el de Tawang, en el estado indio de Arunachal Pradesh, que hace frontera con Bután y Tíbet, o en el ruso de la isla de Soloveski, en el Mar Blanco, cuyos monjes son sabios».

El rey de la desenvoltura

Según su filosofía, el viajero auténtico se distingue por su motivación: «El turista veranea. El viajante se desplaza. Sólo el viajero viaja. Lo hace porque necesita conocer el mundo entero, expresarse como persona, desarrollarse, eclosionar, comerse el mundo, integrarse con las gentes para aprender sobre la naturaleza humana, y parte sin billete de regreso». En su exigente clasificación particular, el mejor viajero del mundo es el francés André Brugiroux, un hombre que salió de casa con 17 años y volvió con 35, tras dar la vuelta al mundo y visitar cien países sin alojarse jamás en un hotel. La admiración es mutua, porque Brugiroux no escatima elogios hacia Jorge: «Para mí, es el modelo de los viajeros -responde-. Es el rey de la desenvoltura, pero también y sobre todo es el hombre de los encuentros, de las relaciones humanas y de las amistades. Yo lo admiro profundamente. Es el viajero más intrépido que conozco, no tendré jamás ni un cuarto de su audacia».

El último viaje que ha completado Jorge, en noviembre del año pasado, le llevó al atolón de Wake. Si consultan sus atlas, lo encontrarán en una de esas páginas donde parece que no hay nada más que mar. Es sólo un puntito en el Pacífico que alberga una base estadounidense: «Ha estado cerrada a las personas ajenas al Ejército durante 21 años. Me interesaba especialmente porque fue descubierto en el siglo XVI por uno de mis héroes viajeros, el leonés don Álvaro de Mendaña. Fue un viaje único en el que logré incorporarme a un grupo de militares retirados que habían contratado un avión desde Guam para pasar un día entero allí». ¿Y el próximo? Otro puntito, en este caso un diminuto territorio neozelandés. «Espero embarcarme este verano, por fin, a los atolones de Tokelau. Sé que hay un barco que zarpa dos veces al mes desde Apia, en Samoa Occidental. Si tienes suerte, sólo has de esperar dos semanas para viajar a Tokelau, porque hay pocas plazas y los nativos tienen preferencia. ¡Dormiré junto a la tumba de Robert Louis Stevenson, que está enterrado cerca de Apia!». Pero un viajero nunca queda saciado, y a Jorge se le acumulan los destinos planeados o soñados: desde las islas de Diego García, en el Índico, hasta las de Franz Josef Land, en el Ártico, pasando por parajes de tierra adentro como unos «valles secretos» de Tayikistán. Y también tiene pendiente una quinta vuelta al mundo, aunque reconoce que quizá se trate de una empresa demasiado ambiciosa a estas alturas de la vida, con los sesenta a la vuelta de la esquina y tres hijas que requieren atención.

Entre expedición y expedición, en esos inevitables paréntesis de quietud, Jorge se dedica a escribir libros sobre sus peripecias -se pueden comprar en su web, www.jorgesanchez.es, donde además recopila interesante material sobre el universo viajero- y trabaja de guía para turistas rusos y franceses en la Costa Brava. «Si no encuentro empleo como guía, friego platos en restaurantes de la Costa Brava, por ejemplo en Lloret de Mar. Todo trabajo es válido y digno para conseguir dinero con el que financiar mis viajes».