Brugiroux, en Socotra, un archipiélago situado frente al Cuerno de África.
Sociedad

Hasta el último rincón del planeta

Diversos clubes aspiran a clasificar a los mayores viajeros del mundo, pero, más allá de competiciones, para muchos de ellos desplazarse constituye una auténtica necesidad vital

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Cuando, en el año 2000, los responsables del Guinness decidieron suprimir la categoría de persona más viajada del mundo, todos aquéllos que conciben sus expediciones como una competición se quedaron un poco huérfanos y desmotivados. Para suplir al Libro de los Récords, se han creado diversos clubes que establecen sus propios criterios para jerarquizar a los viajeros, entre los que destaca Most Traveled People (MTP). Para empezar, porque su fundador, el estadounidense Charles Veley, se autoproclama el ser humano viviente que más ha viajado. Como los países reconocidos por la ONU son una fruslería cuando nos movemos a estos niveles, los socios de MTP han dividido el mundo en 871 territorios, un listado exhaustivo donde aparecen islas, atolones, protectorados... En el caso de España, cuentan las diecisiete comunidades autónomas, Ceuta, Melilla e incluso Llívia, el enclave gerundense en el Pirineo francés.

De momento, nadie los ha visitado todos, pero Charles Veley y su principal competidor, Bill Altaffer, ya han superado los 800, mientras que Jorge Sánchez y otro viajero están por encima de 700. El problema, claro, es demostrar de forma fehaciente que uno ha estado en un sitio: MTP acepta pruebas como sellos de pasaporte, billetes de transporte, recibos de pagos con tarjeta de crédito o fotos, pero la exigencia tampoco se lleva a rajatabla: el propio Veley sugirió hace poco en una entrevista que su rival Altaffer no siempre aporta la evidencia requerida. Otra debilidad del sistema es que, lógicamente, participar en esta carrera es voluntario, y hay viajeros como André Brugiroux o Sabino Antuña que prefieren no entrar en el juego. Y una tercera objeción es que, sencillamente, viajar significa algo más que poner el pie en un sitio. Jorge Sánchez ha establecido un inventario personal de 222 «hazañas» para reconocer a un viajero «de calidad», más allá de la mera acumulación de destinos: se trata de logros como haber utilizado determinadas líneas ferroviarias (el Transiberiano, el Shinkansen, el Tren de la Muerte...), haber caminado por ciertas rutas (el Camino de Santiago, el de Kokoda en Papúa...) o incluso haber visto en su hábitat especies animales como el dragón de Komodo, el cóndor o los lémures.

Más allá de rivalidades un poco absurdas, estos intentos de sistematizar la experiencia viajera retratan a un fascinante grupo de personas para quienes el mundo es una constante invitación. Hay quien relaciona esta imposibilidad de estar quieto con la dromomanía, la obsesión patológica por trasladarse a otro lugar, pero los interesados suelen destacar que se trata simplemente del rasgo que define a los auténticos viajeros. Así responde André Brugiroux, nacido en 1937, cuando se le pregunta qué le mueve: «¡El placer! Una insaciable curiosidad de espíritu y el deseo de aprender, de comprender. Ya he visitado todos los países y territorios del mundo, pero lo que he hecho no es un viaje por el mundo, sino más bien un viaje por los hombres. He nacido antes de la guerra y he querido saber, en definitiva, si la paz es posible. En estos cincuenta años de camino, ésa ha sido mi búsqueda, mi investigación».