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Cuando un actor español recoge un premio Goya suele hacer dos cosas: decir tonterías o hacer tonterías

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La gente del cine español celebró hace poco su baño anual de vanidades con la gala de los premios Goya, réplica nacional de los Oscar incluso en la asonancia del nombre, y tal vez sea esa asonancia, no sé, lo que explique el bautismo de unos premios cinematográficos con el apellido del pintor zaragozano, porque otra razón no le encuentra uno, por más vueltas que le dé. En esa gala mimética, los ganadores tienen licencia para llorar de júbilo, pero los perdedores están obligados a sonreír, así los corroa el demonio por dentro. Pobre gente: hacer horas extra en el duro oficio de ser quien no se es, de asumir emociones impostadas, de representar papeles e incluso papelones, como por ejemplo el de aplaudir al rival cuando se levanta a recoger la cabezota de bronce del genio maño.

Los malos políticos suelen ser buenos actores, aunque se han liberado de la servidumbre de tener que aplaudir al enemigo. Todo lo contrario: si pudieran, los mantearían. Ves a un político de alta escuela soltar el discurso que le corresponde según esté en el poder o en la oposición y le notas enseguida las clases de dramaturgia que ha recibido: el movimiento hipnotizante de las manos, la gestualidad enfática, las inflexiones estratégicas de la voz, las pausas intrigantes, los giros panorámicos de la cabeza si está soltando su cantar de los cantares ante una multitud, para que nadie se sienta ninguneado.

Yo no sé, la verdad, por qué razón algunos políticos, cuando se retiran o cuando los retiran, se meten a altos ejecutivos de grandes empresas o a conferenciantes con tarifa de estrella del rock, porque lo suyo es que se metieran a actores de teatro, no digo que para encarnar a Hamlet o a Segismundo, porque quizá no den para tanto, pero sí al menos a don Mendo.

Cuando un actor español recoge un premio Goya suele hacer dos cosas: decir tonterías o hacer tonterías. Resulta curioso comprobar lo mal que actúan los buenos actores en situaciones ajenas a la ficción, y en eso coinciden con los malos políticos, que suelen actuar muy bien ante los problemas ficticios y muy mal, en cambio, ante los problemas reales. Cuando las cosas van más o menos bien, los malos políticos ofrecen datos; cuando las cosas van mal, te cantan un pasodoble, porque los datos les resultan inconvenientes.

Ante una situación de desbarajuste económico y social, el mal político dice: «Todos tenemos que arrimar el hombro», por ejemplo. (¿El hombro? ¿Qué hombro?) «Tenemos que unir nuestras ilusiones para.» ¿Para qué? El lenguaje metafórico es la argucia a la que recurre el mal político para decir algo cuando no tiene nada que decir o cuando no puede decir la verdad. Y el día menos pensado, quién sabe, hasta le dan un Goya. A los efectos especiales.