Opinion

Es necesario un cambio de modelo pedagógico

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Solemos oír que los problemas educativos son principalmente cuestión de presupuesto, pero la búsqueda de la mejora de la enseñanza merece esfuerzos superiores de enfoque, centrados en factores menos materialistas, aunque sean más difíciles de aprehender: actitud del profesor, contexto de la acción de enseñar, formación social y familiar del alumno, por ejemplo. El dinero es necesario, pero no suficiente.

En los años treinta del siglo pasado, Julián Besteiro apuntó: «El problema de crear escuelas es fácil de resolver; el problema más difícil es que los niños llegan a ellas en tan malas condiciones físicas, económicas, morales y mentales que les impiden aprovechar». Pues bien, salvando la distancia de los setenta años transcurridos, esta reflexión sigue siendo válida, porque el estado en el que el adolescente llega hoy a la escuela y la inadecuación del modelo pedagógico suman el resultado que todos conocemos, y ni siquiera el arte de la estadística oficial puede negar.

Respecto a la formación meta-académica, la que lleva puesta el alumno al llegar cada día al colegio, sus defectos no tienen que ver inicialmente -sólo inicialmente- con la estructura del Estado, sus servicios o los planes de estudio, sino con la dejación a que conduce la idea de que corresponde al colegio la formación íntegra del niño y sólo a éste ha de exigírsele. Vemos crecer niños que no conocen límites, ni el esfuerzo moral e intelectual que precisa su propia mejora social e individual. Sus potencias no se nutren con el producto elaborado por nuestros antepasados, imprescindible para cimentar su manera de estar en el mundo, y ni siquiera su cuerpo y sus hábitos están orientados. Hablo de acciones básicas: comer, dormir, sentarse, hablar, caminar, escuchar. Personalmente dudo que las corrientes sociológicas puedan modelarse o dirigirse a voluntad; por eso quizás, a efectos prácticos, sólo quede esperar el reflujo que sin duda tendrá de producirse y no ceder en el ámbito familiar que a cada uno nos concierne.

En cuanto al segundo frente, el de la estructura educativa que nos hemos dado en España, es más fácil intervenir. Los síntomas de mala salud que muchos advertimos en nuestro sistema de enseñanza han sido reiteradamente contrastados en pruebas documentadas en los últimos años por diversos organismos independientes (me remito, por ejemplo, al informe PISA, aunque hay más) que coinciden en su diagnóstico: a los estudiantes españoles se les enseña cada vez menos y peor. Sin embargo, pese al resultado negativo de los análisis, algunos continúan cerrados a la posibilidad de aplicar nuevos métodos, incluso los hay que antes prefieren maquillar la insuficiencia de nivel rebajando cada curso la exigencia académica.

El sistema educativo que hoy tenemos es fruto de teorías pedagógicas que empezaron a implantarse en los años sesenta del siglo pasado y que, por tanto, han dispuesto de sobrado tiempo para demostrar que su incorrección no es provisional, ni casual, ni supuesta, sino definitiva, causal y probada, por mucho que sus postulados sigan siendo defendidos incondicionalmente por buena parte del personal docente y pedagogos de cabecera. Así, «teóricos de la docencia» que parecen pisar poco las aulas o ser inmunes a la evidencia del fracaso educativo mantienen con terquedad impasible directrices como la que impide que un alumno repita el curso que no supera, o como la que prácticamente prohíbe el suspenso, o como la que dicta la conveniencia de que no se hagan deberes en casa. Esta pseudo-pedagogía incapaz de madurar la obligada crítica que reclama su ineficiencia y la frustración de sus propias expectativas, se autocomplace reduciendo todos los problemas a la falta de recursos, alejándonos cada vez más injustificadamente de los objetivos de calidad que comparten los países de nuestro entorno cultural. La pedagogía que nos ha conducido a los peores niveles de educación se construye sobre máximas que tienden a cercenar la excelencia igualando a los alumnos por abajo, ignorando el hecho incontestable de que el talento humano no está repartido igualitariamente, y justo por ello la evolución moral e intelectual de la persona requiere un ejercicio constante de superación. Talento, esfuerzo y voluntad son los estímulos que necesita el aula. En su lugar, seguimos amarrados a un sistema educativo burocratizado, obsoleto, pobre y nivelador que castra la inteligencia en su mejor momento de expansión y hace su mayor daño precisamente a los alumnos con menos recursos y sin alternativa a la enseñanza pública.

Sabemos que la tarea de enseñar no es fácil -actividad imposible, decía Freud- y que la crítica a la ciencia del magisterio es antigua. A fines del siglo II, Sexto Empírico, en su obra 'Contra los profesores', ya advertía sobre la inutilidad de los estudios impartidos en su época y la conveniencia de abolir la noción misma de aprendizaje. Menos escépticos que Sexto Empírico, muchos profesores entramos cada día en el aula con la esperanza de que al menos uno de nuestros alumnos obtenga aprovechamiento del esfuerzo, del suyo y del nuestro. Creo que la enseñanza es posible, aunque extraordinariamente difícil en el marco actual, que necesita no una mera «reforma», otra más, sino un cambio drástico del modelo pedagógico, un renacimiento sustantivo que añada al avance del conocimiento lo mejor de los postulados clásicos (memoria, oratoria, pensamiento lógico, política.), y redefina las áreas de conocimiento, los métodos de aprendizaje, los objetivos. Pero dar este paso requeriría que los «teóricos de la enseñanza» que crearon el problema se abstengan de seguir experimentando. Pensando en los promotores de la LOGSE se me ocurre un giro de la conocida frase de Churchill «nunca tan pocos hicieron tanto daño a tantos», pese a la incuestionable buena fe que debió animarles.