:: TEXTO: PÍO GARCÍA :: FOTOGRAFÍA: NIGEL RODDIS/REUTERS
Sociedad

El pequeño Aston se presenta, señor

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El Príncipe Carlos sonríe, guiña los ojos y agacha la cabeza, aunque el gesto le haga perder marcialidad y ya no parezca un comandante en jefe, sino un tío apacible o un abuelo bonachón recién llegado del pueblo. Frente a él, la cabo Kelly Barrow, del Noveno Regimiento de la Fuerza Aérea Británica, se ha puesto firmes y aguarda su medalla. Sin duda la merece: ha pasado 15 de sus 36 años en la Armada y ha servido, con «buen comportamiento», en lugares tan peligrosos como Bosnia o Afganistán. Pero el Príncipe Carlos ha visto la soberbia barriga de la cabo Barrow y ha olvidado de repente su brillante hoja de servicios, su abnegada labor en el frente, la medalla que debe imponerle y hasta la obligada solemnidad castrense. El pequeño Aston abulta de lo lindo y ni siquiera el traje de campaña es capaz de camuflar la próxima y más importante heroicidad de la cabo Barrow, que parirá, si las cuentas se cumplen, el 28 de marzo. «¿Es seguro para usted estar en la ceremonia?», le pregunta, obsequioso y cortés, el Príncipe. Pero la cabo Barrow, que ha tragado polvo del desierto afgano y ha olido de cerca el aliento talibán, responde con una sonrisa. «¿No debería estar de baja por maternidad?», insiste Carlos. Y entonces la cabo Barrow suspira y le tranquiliza: en cuanto acabe la jornada, se marchará a casa y esperará tranquilamente el nacimiento de Aston. Pero antes quiere su medalla. Quizá porque intuye que, a partir del 28 de marzo, habrá para ella algo mucho más importante que su patria y su bandera.