La guerra de la amapola
Actualizado: GuardarEstos días, las tropas aliadas desarrollan una gran ofensiva contra los territorios talibanes en Afganistán. Los avances, las bajas, los blindados, las ráfagas de ametralladora y los obuses, ocupan la portada de los periódicos. En ese mismo lugar, y desde hace muchos años, tiene lugar una sorda batalla para acabar con la producción de adormidera, la planta de la que se obtiene el opio y sus derivados: heroína, morfina...
Nada menos que 370 toneladas destinadas al mercado internacional se produjeron en Afganistán en 2008. De hecho, anotan los expertos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Crimen, la producción durante los últimos años ha sido tan grande que el mercado internacional ha sido incapaz de absorber tanto narcótico. Se estima que unas 10.000 toneladas de opio (y se necesitan siete kilos para conseguir uno de heroína) extraídas de las amapolas afganas permanecen almacenadas en discretos depósitos en la frontera entre Afganistán y Pakistán, custodiados por un fiero ejército de mujaidines y soldados de fortuna. Los aliados consideran que la protección que dan al tráfico de heroína es una de las principales fuentes de financiación de los talibanes, que garantizan con sus armas las rutas de exportación. Se calcula que con un kilo de opio pueden comprarse 15 fusiles AK- 47.
El gobierno talibán persiguió en su día la producción y el consumo de hachís con palizas, inmersiones en agua helada a los infractores y penas de cárcel. Pero hizo la vista gorda con el opio. Era una forma de ganarse a los campesinos y, de paso, hacer daño a los infieles, los grandes consumidores de heroína.
Las buenas condiciones climáticas de la zona, el descontrol sobre un país en guerra y el interés de los comandantes talibanes hacen que Afganistán produzca en pleno siglo XXI seis veces más opio que el famoso Triángulo de Oro: Laos, Birmania y Tailandia.
Una minúscula parte de esa gigantesca producción se queda en el país, para el consumo de una pequeña población de desheredados. En las imágenes que acompañan a este texto puede verse a yonquis y fumadores de opio y heroína que han hecho del antiguo Centro Cultural Ruso de Kabul el lugar para consumir a salvo. El edificio, en la avenida de Darul Aman, aparece medio derruido y con las paredes perforadas por los impactos de los obuses. Su interior acoge a una extraña comunidad de cientos de enfermos que se oculta entre los socavones y a un puñado de camellos con mercancía fresca que pulula a su alrededor. En el suelo hay botellas de plástico con un refresco naranja en su interior, usadas como pipas de fortuna para fumar el kif, mecheros agotados y jeringuillas empleadas mil veces.
Conseguir opio en Kabul no es demasiado difícil. El precio de un gramo, 50 afganis, o lo que es lo mismo, unos 75 céntimos de euro, casi gratis para el bolsillo de un occidental. Tampoco es un precio desorbitado para los afganos que obtienen el dinero suficiente para hacer frente a su adicción mendigando por las calles. La Policía de Kabul estima que en la ciudad residen unos 2.000 adictos. De vez en cuando, un puñado de agentes recoge a los más afectados y los traslada a un centro de asistencia y desintoxicación, donde, algunos, enloquecidos por la droga, duermen desnudos sobre el suelo, encadenados de pies y manos.
Políticos implicados
La DEA considera que el tráfico mundial de heroína mueve 42.700 millones de euros cada año. Apenas unos 2.000 se quedan en Afganistán y menos de la cuarta parte llega a manos de los agricultores. Según la agencia de la ONU para la droga, el 60% de los diputados afganos está ligado a personas que tienen intereses en el tráfico de opio. Caudillos guerreros, traficantes y la mafia local mantienen estrechos vínculos con policías, funcionarios, jueces y gobernantes y son a menudo corrompidos para que hagan la vista gorda o faciliten el tráfico de los estupefacientes, alerta Naciones Unidas.
Los esfuerzos de Occidente y el descenso de los precios de la heroína por la sobreproducción de los últimos años han logrado la disminución de los cultivos de adormidera en el país. Por ejemplo, las tierras destinadas a la amapola en la provincia meridional de Helmand, donde brota nada menos que el 50% de la producción mundial de opio, han disminuido una tercera parte. El ataque aliado de estos días transita por esas tierras.
Ya el verano pasado 4.000 marines lanzaron una ofensiva contra los talibanes del valle de Helmand. La bautizaron como 'Khanjar' (tajo). Las imágenes de los soldados norteamericanos golpeando con varas las floridas amapolas malva, dieron la vuelta al mundo. Hoy, la adicción al opio en Afganistan es una herencia maldita que pasa de padres a hijos. Como Raihan, una joven madre afgana de Badakhshan que, tras fumar su pipa de opio, hace aspirar el humo a su hijo para evitar que el niño, adicto desde el útero, grite día y noche por culpa del síndrome de abstinencia.