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¿ Qué significa ser francés? «De entrada, supone mostrarse orgulloso de la bandera, de nuestro país y de su historia, y que se te ponga la piel de gallina al escuchar 'La Marsellesa'», responde uno. «Es tener un comportamiento virtuoso, cívico, y un espíritu ciudadano», propone otro. «Ser francés es considerar que este debate avergüenza a Francia», se desmarca un tercero. Estas frases son un extracto de la web que el Gobierno francés puso en marcha como parte de su 'Gran debate sobre la identidad nacional', un controvertido proceso de reflexión que ha concluido a finales de enero, y las respuestas dan una idea de la dispar acogida que ha cosechado la iniciativa. Llama la atención la ausencia de una postura, la abiertamente xenófoba, pero es que el debate estaba moderado para evitar ese tipo de intervenciones, que se suponen numerosas e inflamadas de odio.

La súbita preocupación de Sarkozy por las esencias de lo francés responde seguramente, al menos en parte, a la intención de seguir rebañando votos de la extrema derecha 'lepenista' en las cercanas elecciones regionales de marzo. Pero también supone la confirmación de que algo ha cambiado en Francia, de que el debate sobre etnias y culturas minoritarias, intocable tabú durante muchos años, se ha situado en el centro mismo de la actualidad política. Hasta ahora la discusión solía reavivarse, sobre todo, cada vez que un partido de fútbol enfrentaba a la selección francesa con alguna de sus antiguas colonias norteafricanas: en un Francia-Túnez de hace un par de años, fueron previsores e incluso encargaron cantar 'La Marsellesa' a la vocalista de origen tunecino Lââm, pero eso no evitó una estruendosa pitada al himno. El presidente decidió entonces que, la próxima vez que ocurriese algo parecido, el partido se suspendería de inmediato y el equipo rival sería 'castigado' sin encuentros amistosos con la antigua metrópoli, mientras las voces críticas recordaban que la letra del himno, con ese tremendo «que sangre impura inunde nuestros surcos», no es precisamente un modelo de talante conciliador.

En Francia, el deseo de fomentar el patriotismo no tiene nada que ver con las diferencias regionales ni con las lenguas minoritarias, pese a que éstas abundan, sino con una palabra que se puede distinguir al trasluz en todo el debate: Islam. Muchos hijos de inmigrantes, pese a ser ciudadanos franceses, sienten menos la llamada de su país que la de su credo, y esto desconcierta y escandaliza a los orgullosos herederos de la Revolución. «Con la política del avestruz, dejamos el campo abierto a todo tipo de extremismos», ha dicho el propio Sarkozy para justificar el debate. Como resultado de tanta deliberación en Internet y de 340 reuniones celebradas en las prefecturas, el Gobierno ha anunciado ya una primera batería de medidas: los niños cantarán 'La Marsellesa' al menos una vez al año, los colegios lucirán la enseña tricolor -en realidad, ya suelen hacerlo, pero ahora será obligatorio-, en las aulas se exhibirá un cartel con la Declaración de los Derechos del Hombre y los escolares tendrán un 'carné de joven ciudadano'. A los extranjeros afincados en Francia se les exigirá cierto nivel de francés y, para adquirir la nacionalidad gala, tendrán que firmar un contrato de derechos y deberes.

En realidad, los franceses no están solos en esa sensación de que el patriotismo resulta cada vez más conflictivo. «Los estados nacionales europeos no han sabido articular de modo estable y eficaz sus diferencias interiores de orden territorial y cultural. Queda mucho por avanzar en este capítulo de la democracia, un concepto incompatible con la autocracia que representa aún la concepción identitaria de la soberanía nacional», reflexiona Norbert Bilbeny, catedrático de Ética de la Universidad de Barcelona y autor de 'La identidad cosmopolita'. Basta cruzar el Canal de la Mancha para encontrarse un país tan complejo que, a veces, uno no sabe ni cómo llamarlo: el Reino Unido, que si le restamos Irlanda del Norte se convierte en Gran Bretaña y, si tomamos la parte por el todo, se queda en Inglaterra. Lo de Reino Unido se escucha, sobre todo, en Eurovisión (gracias al festival sabemos también decirlo en francés, Royaume-Uni), porque, curiosamente, en las Olimpiadas el equipo se llama Gran Bretaña. En las demás competiciones, las cuatro naciones juegan por su lado, y los aficionados ingleses -reserva lógica de eso que se ha dado en llamar 'britanidad'- cada vez ondean más su Cruz de San Jorge en lugar de la Union Jack. Con un referéndum sobre la independencia escocesa contemplado para el futuro próximo, el puzle de territorios y lealtades es sólo una parte del problema: conviene recordar que los cuatro terroristas suicidas de 2005 en Londres eran jóvenes británicos, un detalle que sobrecogió a la sociedad. El multiculturalismo oficial del Reino Unido, que trata con respeto exquisito a todas las minorías, se ha convertido en blanco de agresivas críticas por alimentar la diferencia, no la integración.

Lavado de cerebro

El primer ministro, Gordon Brown, ha sido un ferviente partidario de reforzar el orgullo nacional desde antes de su nombramiento, cuando alertaba del riesgo de una «Gran Bretaña balcanizada» y proponía un «patriotismo cívico». Pero sus proyectos en ese sentido suelen ser recibidos con cierto escándalo: en 2008, propuso que los escolares hiciesen un juramento de lealtad a la reina y fuesen educados en la 'britanidad', algo a lo que el 75% de los profesores se opuso por considerarlo «lavado de cerebro». De hecho, los maestros apostaban por enseñar a los pequeños todo lo contrario, los «peligros» del patriotismo. Es el sino de la sociedad británica, que pendula continuamente entre las antiguas esencias y lo políticamente correcto. Otro ejemplo: los aspirantes a obtener la ciudadanía británica deben superar un examen -además de hacer el correspondiente juramento de lealtad a la monarca-, pero esta prueba ha sido repetidamente ridiculizada por su absurdo planteamiento, con preguntas como el porcentaje de negros en la sociedad británica, en qué año empezó a funcionar el Servicio Nacional de Salud o cuándo se constituyó el Parlamento escocés.

Otros países europeos viven su patriotismo de manera peculiar. Italia, por ejemplo, parte de un condicionante histórico: es fácil relativizar un país de sólo 150 años cuando se ha nacido en Roma, o en Florencia, o en cualquier otra ciudad de pasado esplendoroso. Sobre todo, si se tiene en cuenta que la lengua italiana sólo se impuso con claridad a mediados del siglo XX, por el efecto de la televisión, y que la mitad de los ciudadanos siguen usando también alguno de los múltiples dialectos y lenguas regionales. El Gobierno de Berlusconi, de hecho, quizá sea el único del mundo con un ministro que se «limpia el culo» con la bandera nacional: es una de las frases antológicas de Umberto Bossi, el mismo que recomendó «cañonear» las pateras. El patriotismo italiano es ante todo futbolístico -por mucho que las transmisiones televisivas delaten lo poco que se conoce la letra del himno nacional- y defensivo, una respuesta brava y decidida a cualquier ataque a lo italiano. Más peliagudo todavía es el caso de Alemania, una nación avergonzada durante décadas, presa de su pasado, temerosa de que el orgullo nacional pudiese confundirse con la resurrección de su particular bestia. De nuevo hay que recurrir al fútbol, ese deporte donde algunos países parecen jugarse su identidad: el Mundial de 2006 supuso una imprevista 'salida del armario' en la que miles de alemanes enarbolaron sin complejos sus banderas y se pintaron la cara de negro, rojo y amarillo. El año pasado, un estudio de la Fundación Identidad reveló que el 60% de los germanos se declara «orgulloso» de su nacionalidad, una cifra sin precedentes cercanos en la que ya empiezan a pesar los nacidos en la Alemania reunificada.

¿Hacia dónde pueden mirar los franceses en su intento de apuntalar la identidad nacional? Algunos modelos resultan un tanto excesivos para una nación que tiene lo de 'liberté, egalité, fraternité' grabado en su código genético. China, por ejemplo, obliga a los escolares a cantar el himno nacional mientras se iza la bandera y mantiene un adoctrinamiento continuo en cualquier asignatura que se preste un poco a ello. Y la Rusia de Putin, un Estado ferozmente patriótico, tampoco se corta a la hora de tergiversar en su beneficio: por ejemplo, atribuyéndose en exclusiva los logros de la URSS, entre los que destaca la victoria sobre los nazis. Y eso que Stalin era georgiano.

Habrá que concluir este recorrido en la tierra de los superpatriotas, el país en el que todos pensamos cuando oímos hablar de este asunto. «Juro lealtad a la bandera de Estados Unidos de América y a la República que representa, una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos», reza el juramento que recitan los niños en los colegios. Treinta y seis estados tienen leyes que exigen que se haga todos los días, aunque los jueces han dictaminado en más de una ocasión que los pequeños tienen derecho a no pronunciar la fórmula. También obtuvo una compensación Bradford Campeau-Laurion, el hombre que en 2008 demandó a los Yankees de Nueva York, después de que dos policías encargados de la seguridad le expulsaran del estadio por tratar de ir al baño mientras sonaba 'Dios bendiga a América'. Pero el patriotismo a ultranza sigue siendo la norma en Estados Unidos: «El orgullo nacional creció tras los atentados del 11 de septiembre y, aunque no lo hemos medido desde 2003 o 2004, sospecho que todavía está muy arriba», explica, desde la Universidad de Chicago, el experto Tom W. Smith. El Tea Party, un partido con las barras y estrellas marcadas a fuego en el corazón, se ha convertido en la gran revelación de la política estadounidense gracias a eslóganes como «disentir es patriótico». Justo lo mismo que algunos, como el tercer ciudadano del principio, le están respondiendo al Gobierno francés.