«Vivo obsesionado con la idea del mal»
Uno de los últimos testigos del Genocidio nazi, casado con una gaditana, relató ayer en Jerez sus vivencias a un grupo de alumnos de Bachillerato Jaime Vándor Superviviente judío del Holocausto
JEREZ. Actualizado: GuardarLa noche del 17 de enero de 1945, un soldado ruso les anuncia que algunas de las chicas tendrán que bajar al sótano, «a pelar patatas». Todos en la casa saben lo que eso significa. Las elegidas por el Ejército Rojo «disfrutarán del privilegio de servir a los libertadores de Budapest», a costa de su propia humanidad. Puede que una de ellas sea Ana, su madre. Con 44 años es una mujer «linda, vistosa, bien parecida». A Jaime Vándor le puede el pánico. Su hermano Enrique tiembla bajo las mantas. Hay que pensar algo. Rápido. Utilizan un trozo de carbón para tiznarle la cara. La desgreñan. Después, arropada en la cama, ella finge que tose. Los dos críos, de once y doce años, se tumban a su lado. Las botas militares ya repiquetean en el pasillo. Cada vez más cerca.
La pesadilla de la familia judía de Jaime Vándor, uno de los últimos supervivientes del Genocidio nazi que compartió ayer sus experiencias con un grupo de alumnos de Bachillerato de Jerez, comenzó tras la anexión de Austria al Tercer Reich. Su padre, prisionero en Siberia hasta 1920, se había refugiado en Barcelona al estallar el conflicto, con la esperanza de conseguir dinero suficiente como para sacarlos a todos de la zona de influencia nazi. Pero el cierre de fronteras frustró la idea y Ana, Jaime y Enrique quedaron desamparados. Huyeron a Budapest, en 1939. Hasta allí les llegaban noticias del Holocausto. «No sabíamos que existían los campos de concentración como tales, pero sí que había un programa metódico de asesinatos, que estaban exterminando a nuestro pueblo».
En marzo del 44, Alemania ocupó Hungría, el único país de Centroeuropa que se había librado, hasta el momento, de la zarpa de Hitler. Antes de que despuntara la primavera, comenzaron las deportaciones. A Jaime Vándor le cosieron una estrella amarilla en el pecho. Todavía la guarda, apretada entre poemas, legajos y fotografías antiguas. «Al principio teníamos una idea vaga de lo que aquel símbolo significaba, aunque lo aprendimos rápido. No podíamos salir sin ella a la calle, pero era un reclamo para los alemanes, que detenían y torturaban a quienes la portaban». La muerte ya no era una posibilidad, sino una amenaza tangible, que vestía uniforme almidonado y botas de cuero. «Cuadrillas de militares hacían guardia en las esquinas, frente a las tiendas y colmados. Buscar algo para comer se convirtió en una aventura diaria. Para conseguir un trozo de pan había que jugarse la vida». «Nadie estaba a salvo. Los registros eran habituales. Si te mandaban al gueto, donde se apilaban los cadáveres en medio de la plaza porque dentro del recinto no había cementerio, estabas condenado. Era el pasaporte a Auschwitz».
Su madre se empeñó en buscar un refugio seguro. Sin apenas familiares a los que recurrir, exiliada, sola y pobre, cuando comenzaba a perder la esperanza se topó con un héroe.
El Schindler español
En la fotografía, tomada a principios de los años 50, Ángel Sanz Britz parece uno de esos señoritos de postín que nacieron para llevar traje. Corbata clara, camisa blanca, de cuello rígido. Bigote fino, ilustre. La raya, perfectamente medida, a la derecha. Era el encargado de negocios de la Embajada española en Bucarest. El diplomático, escandalizado por los testimonios que llegaban del gueto, se sacó de la manga una treta legal para salvar de la cámara de gas a cuantos judíos pudiera: un decreto firmado por Primo de Rivera en 1924 permitía otorgar la nacionalidad española a todo aquel que demostrase pertenecer al Sefarad. La norma había expirado en 1931, pero los nazis no lo sabían. Las autoridades le otorgaron un cupo de 200 personas. Eran pocas. Muy pocas. Así que Sanz decidió falsificar los números de serie. «El peligro era que la SS descubriera que había permisos con dígitos repetidos y echara abajo el engaño». Aun así, Sanz no se arredró. Alquiló algunas casas, cercanas a la embajada, y las bautizó como anexos a las dependencias diplomáticas. Más de 5.200 judíos (la lista de Schindler rozaba los mil nombres) le deben la vida.
«Sólo en mi habitación había 51 personas. La gente dormía en los pasillos, bajo las camas, en tablones de madera improvisados sobre la bañera. Teníamos hambre, y piojos, pero al menos no estábamos en el gueto». Allí, las cosas estaban cada vez peor. Los alemanes visitaban el barrio cada pocas horas. Delaciones, fusilamientos, disentería. «Decían que necesitaban trabajadores para las fábricas de Polonia, pero se llevaban igualmente a viejos, mujeres y enfermos. Después supimos que, como dedicaban los trenes al transporte de armamento, los cargaban en camiones. Los muertos se pudrían en las cunetas. A los más fuertes los trasladaban al frente ruso, para que le despejaran el camino al ejército, a través de los campos de minas». «No hay ninguna película que pueda retratar ese miedo. No hay palabras capaces de recogerlo. Yo mismo he vivido y vivo obsesionado con la idea del mal como concepto. Sé que formo parte de la última generación que puede hablar del terror nazi en primera persona. Creo que en España no somos más de cinco o seis judíos supervivientes».
Cada cierto tiempo, una patrulla de la SS pasaba por la casa de Sanz en la que se refugiaban Jaime y su familia, para saquear lo poco que quedaba y revisar la documentación. «El terror era constante. A veces llegaban de madrugada, nos obligaban a hacer las maletas y a formar en el patio. Decían que iban a llevarnos al gueto. La tensión era insufrible. Muchos no la soportaban. Recuerdo a una mujer, desquiciada por la angustia, que se tiró desde la azotea». Y entre medias, los bombardeos. Sin piedad. Sin descanso. El Ejército Rojo se aproximaba y su artillería apuntaba por igual a edificios militares y a civiles. Pero llegó el día de la liberación. El Ejército Rojo recuperó Budapest para los aliados, después de un cerco infernal, y se tomó la revancha. Seis días de caos, robos, violaciones. Los soldados que iban a devolverles la vida, eran los mismos que ahora se acercaban, azuzados por el alcohol, enajenados por la euforia, hacia la cama de su madre.
«Pasaron de largo», cuenta Jaime, con un hilo de voz que al final se quiebra. «Se llevaron a otra chica. Baja, morena, rolliza, muy joven, que no tenía familia ni nadie que la defendiera. Me impresionó mucho eso: que tuviera que bajar la más débil, la más desprotegida. De las 51 personas que dormíamos en aquella habitación, ella es la única cuyo nombre todavía recuerdo: Marsha».