La tierra siempre desencantada
La comarca es veterana en huelgas, protestas y ocupaciones de fincas
PUERTO SERRANO. Actualizado: GuardarLa historia de Juan Martínez Madrena es una historia pequeña. A él no se lo parece, claro, porque es la suya. Pero el resto del mundo no tiene por qué compartir esa idea. Nació el 24 de febrero de 1923, en Puerto Serrano. A los 12 años comenzó a trabajar, cuidando bestias, en la Gatera. Allí conoció a Encarna, la hija de un fusilado, y se casó con ella. Tuvo dos hijas, Pilar y Concha. La primera dejó el campo porque se le cruzó, en 2002, una baja definitiva. La segunda sigue en el tajo. Juan (alto, canoso, la piel oscura, las manos curtidas), se aferra a la misma rutina diaria desde que murió su mujer. Sale de casa a las ocho. Sube la calle Cantarranas, hasta la plaza del pueblo, y allí se enreda con cualquiera que tenga tiempo y ánimo para seguirle la conversación. Pero hoy los bares están cerrados. Y las tiendas. Sólo en la sede del Sindicato de Obreros del Campo hay movida. Un trajín de carreras, altavoces y pancartas. La huelga, dicen.
Juan recuerda cuando los mozos esperaban silenciosos al capataz, en esa misma plaza, hace más de medio siglo. En las fotografías sepias del archivo municipal los jornaleros comparten el gesto duro y el tabaco de pique. Eran los años del cortijo, la cuchara y el paso atrás. Las casas acababan un poco más allá, en lo que hoy es la Avenida Guadalete. Allí, todavía a mediados del Franquismo, quedaban chozas de barro. Él mismo durmió en una de ellas, sobre una pelliza de lana, bajo su techo húmedo y hueco, de heno y paja trenzada.
Sigue la ruta. Los comercios de la vía principal del pueblo también han secundado la convocatoria. Normal, piensa. Hay mucho paro. Al rato y dobla por Párroco Capitas Domínguez. En los 70, cuando todo aquello de las ocupaciones de fincas, la esperanza se convirtió en un artículo de primera necesidad. Los jornaleros se agarraron a ella como a la tabla de un náufrago. La prensa bautizó el asunto como la utopía posible. Exageró.
Sube por la calle Enmedio, hacia la Plaza Andalucía, donde está el Club de la Tercera Edad. La cafetería de Juan, cerrada. El Hipercine, cerrado. En los 80, justo en la antigua parada del Comes, estaba el punto de partida de los temporeros. Sus hijas vivieron aquel periplo de bultos a cuestas, sin destino fijo ni convenios, de la aceituna de Jaén a la fresa de Huelva.
Los buenos tiempos
También allí, bajo la luz anaranjada de una farola de cuatro brazos, se daban cita, a mediados de los noventa, los primeros albañiles que apostaron por la Costa. Sus nietos Juan Jesús y José Manuel, sin ir más lejos, esperaban cada lunes de madrugada que la burbuja inmobiliaria les pagara la hipoteca. El Dorado, por entonces, quedaba entre San Pedro y Mijas. Fueron buenos tiempos. El 'boom' del ladrillo coincidió con los primeros intentos serios de modernizar la agricultura. Se cambió el secano por los espárragos, los cítricos, la fresa. Hasta que se los llevó el viento. Literalmente. Un temporal dejó a los invernaderos tiritando. Varios técnicos vinieron desde Sevilla, a evaluar el desastre. Juan recuerda sus caras de preocupación. Y también sus esfuerzos por no mancharse de barro el pernil de los pantalones. Sólo habría ayudas para los que tuvieran la cosecha asegurada. O sea, para casi nadie.
Más paro. Más PER. Más 'fírmame las peonadas', y más 'a ver si me llega con el desempleo'. «Más penuria, más fraude, más pobreza». Más de lo mismo. Tantos años después. «No es sólo cómo estamos. Es también de dónde venimos». La huelga le ha regalado un paseo extraño, distinto. «Lo más probable es que no sirva para nada. ¿Ha servido alguna vez?».
Puede que la historia de Juan, al fin y al cabo, no sea una historia tan pequeña. Puede, incluso, (aunque él no lo sepa) que en sus arrugas estén escritas la lucha, la miseria y el desaliento de todo un pueblo. O de muchos.