José María Sáiz, alcalde de la localidad conquense de Villar de Cañas, junto al pabellón que acoge su industria. :: IOSU ONANDIA Las figuras de dos vecinas se recortan contra la torre de refrigeración de la central nuclear de Ascó, en Tarragona. :: A. GEA/REUTERS Javier Sánchez, dueño del bar La Curva de Yebra, es firme defensor de la instalación del ATC en su pueblo. Con la nuclear en marcha daba cien menús al día. :: IOSU ONANDIA Dos vecinos de Santervás de Campos, en Valladolid, caminan junto a una pintada realizada en el monolito que preside la entrada al pueblo. :: IOSU ONANDIA
Sociedad

Un cementerio para no morir

Yebra, Zarra y Ascó, situados junto a centrales atómicas, parten con ventaja en una carrera que ha puesto en el mapa a un puñado de pueblos que no se resignan a desaparecer

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¿Qué es mejor? ¿Que nos vayamos todos al cementerio o que el cementerio venga aquí?». Hilario Pablos lanza la frase a la cara del visitante como una bofetada. Está desesperado.

Hilario, como sus hermanos Luciano y Mariano, todos sesentones, guarda decenas de llaves de casas cerradas, de vecinos emigrados o muertos, aquí, en Santervás de Campos, un pueblito vallisoletano en mitad de la nada, en Tierra de Campos.

Santervás, al igual que otros siete municipios españoles, aspira a acoger durante los próximos 60 años el Almacén Temporal Centralizado de Residuos Radiactivos de Alta Actividad. Sus siglas, ATCRRAA, suenan a ráfaga de ametralladora, pero para las localidades en liza son puro maná y se agarran a ellas como a un clavo ardiendo. Ahí es nada una inversión de 700 millones de euros, empleo para 300 personas durante la construcción del almacén, un parque tecnológico, un centro empresarial y una asignación anual de 7,8 millones de euros para el pueblo elegido.

José María Sáiz, alcalde de Villar de Cañas, un puñado de casas entre las llanuras desoladas de Cuenca, sueña con llevarse el gato al agua. Zorro, mantuvo en secreto su candidatura y no la hizo pública hasta el final. «Esto es una carrera y cuantos menos estemos mejor. Si hubiese habido más información, habría 10.000 pueblos como el nuestro haciendo cola para el cementerio», sentencia.

Sáiz es herrero y dirige con mano firme La Forjadora S. L., dedicada a la fabricación de aperos agrícolas como vertederas, semitopos y vernetes. Está tan seguro de su trabajo de forja que garantiza cada pieza de por vida. «Soy muy feo, pero muy claro. Soy partidario de las energías renovables. Pero aquí nos morimos de hambre y de asco. A mí me da lo mismo que pongan una fábrica de galletas o una cárcel. No tenemos ná. Ni zonas protegidas ni restos arqueológicos ni ná... Sólo viejos hartos de darle vueltas a la tierra», dice en su pabellón, tapizado con calendarios de mujeres desnudas de Gases La Estrella.

Sáiz, macizo como un jugador de rugby y con el pelo cortado a cepillo, no es un aventurero. Es sólo un alcalde con los pies bien plantados en el suelo, «un escombro tenaz, que se resiste a su ruina», como escribió el poeta Ángel González. En lo que va de invierno, a José se le han muerto ya doce vecinos -«de viejos»- y desde septiembre no han nacido más que dos chavales. «Sólo busco una salida para el pueblo... Así, secamente, sólo se oponen dos mujeres», suspira el herrero. «Falta información, se habla sin saber», remacha. El miércoles, técnicos de Enresa se acercaron hasta Villar de Cañas para dar una charla a los vecinos. Todo un acontecimiento en la mortecina rutina del lugar, «lo más parecido al fin del mundo», según Santivas, un joven rumano recién llegado.

A estos pueblos dejados de la mano de Dios y abocados a la desaparición, el Almacén Temporal Centralizado (ATC) les suena a gloria bendita. ¿Riesgos? «De aquí a 60 años ya veremos... Los residuos irán en contenedores y de momento no se ha encontrado ningún arma que sea capaz de destruir eso», sostiene el rudo herrero Sáiz, del PP, que ha solicitado el almacén en contra de los criterios de María Dolores de Cospedal.

Bidones nucleares, vino y miel

Yebra (en Guadalajara, 569 habitantes), otro de los pueblos candidatos al ATC, se ve a lo lejos desde uno de los montecitos plagados de romero y bojes que coronan la central nuclear José Cabrera. Fue la primera planta atómica abierta en España y se clausuró en abril de 2006, tras 38 años de vida.

Alrededor de su cúpula de color naranja trabajan ahora en su desmantelamiento decenas de operarios. Los restos se acumulan en bidones al aire libre, tras una simple valla. No muy lejos de aquí se almacenan también los elementos irradiados desde 1988 en la nuclear de Trillo. Así que en Yebra saben bastante de radiactividad. De sus inconvenientes. Y también de sus ventajas.

De hecho, el 30% del presupuesto municipal de Yebra viene de Enresa, la Empresa Nacional de Residuos. La compañía destina cada año 2,3 millones de euros para la comarca, de los que el pueblo se lleva un buen pellizco. El presupuesto municipal de este año ronda los 600.000 euros frente a los 15.000 que maneja, casi con los mismos vecinos, Santervás de Campos, otro de los candidatos.

Su alcalde, Juan Pedro Sánchez Yebra (PP), trabaja para una de las contratas de la nuclear de Zorita (Socoin) y es técnico en seguridad y licencia; el encargado, vaya, de tramitar los informes de la central que llegan hasta el Consejo de Seguridad Nuclear. Con semejantes antecedentes, la opción de Sánchez está clara. «La seguridad de estas instalaciones es innegociable. Vivo en Yebra con mi mujer y mis tres hijos y aquí seguiremos. Sería de necios arriesgar su futuro», sostiene.

Pese a la confiada rotundidad de su alcalde, Yebra es también un pueblo enfrentado a cuenta del ATC. La prosperidad que ha proporcionado la nuclear ha permitido asentar población, crear industrias (en la granja avícola C. Padrino hay 600.000 gallinas de puesta) y la pervivencia de modos de vida rurales que se sienten ahora amenazados. Aquí presumen de aire limpio y paisajes, de miel, de vino y de aceite de la Alcarria. Y, claro, de producir los mejores huevos del mundo.

Jesús Sánchez, un guapo mocetón de 19 años vestido con buzo nuevo, ayuda a su padre a vaciar los remolques cargados de verdeja de vuelo, la aceituna que nace en la comarca. Al pie de la almazara, Jesús es tan parco como demoledor: «No quiero el cementerio. Si no lo ha querido nadie en todos estos años será por algo. Parece que nosotros vamos a ser los más tontos de España».

Al revuelo que provoca la llegada del reportero al pueblo, se dejan caer por la calle Amargura los defensores del No, los mismos que han tapizado Yebra con crespones y carteles amarillos. «No quiero que nos traigan la mierda de toda España», clama Santiago Domínguez. A su lado, Loli Montero, otra partidaria del No, dice que no se ha consultado a los vecinos, que hay familias que ya no se hablan a cuenta del ATC, que Yebra está en pie de guerra... «Quiero a mi pueblo y deseo que mis hijos tengan vida. No al cementerio nuclear», apunta con indudable sentido periodístico Paqui Gómez, presidenta de la Asociación de Empresarios de Yebra.

Para Javier Sánchez, «39 años viviendo con una central nuclear al lado», y dueño del bar La Curva, un local presidido por una bufanda con la frase «¿Por qué no te callas?» que oferta mariscadas a 21 euros, el ATC suena a «puestos de trabajo, mucha seguridad y algo de dinero». El bar La Curva, frente al Ayuntamiento, viene a ser algo así como el cuartel general de las gentes del Sí. «La verdad es que con todo esto he perdido tres clientes majos», suspira. Sánchez confiesa que en los tiempos en que Zorita hacía las paradas de recarga, el local se le ponía de bote en bote y daba hasta cien menús diarios. «Y si hay centrales nucleares tiene que haber residuos por cojones», remacha.

En Yebra, queda dicho, saben mucho de energía atómica. Comen de ello. «Nos ha amolao, al futuro no hay que tenerle miedo», protesta José Ángel Barco de Nuevo, alguacil del pueblo y un airado defensor del ATC. Barco sueña con un futuro para su hija pequeña, estudiante de peluquería, abocada de otro modo a una emigración forzosa.

El alcalde de Yebra, que presume de haber sido el primero en aprobar la petición, cinco días antes que Ascó, llevaba tiempo acariciando la idea de optar al ATC. Y el pueblo lo sabía. En los últimos meses, vecinos, empresarios de la comarca y la Asociación de Mujeres del 2000 han visitado una instalación similar en Borssele, Holanda. «Estuvimos dos días en un hotel buenísimo, habitaciones con camas de 1,40... Fuimos todo mujeres... menos el alcalde», recuerda con alborozo una vecina.

Monocultivo nuclear

Ascó, en Tarragona, parte también en los puestos cabeceros de esta carrera. Cuando Rafael Vidal se asoma al balcón de la casa consistorial casi se da de bruces con la torre de refrigeración de la central nuclear. En Ascó hay dos grupos (reactores). En 2006, un escape de partículas le costó el puesto al director de Ascó II y puso en la picota los sistemas de seguridad en las nucleares. Rafael Vidal, 56 años, técnico mecánico nuclear y jefe de mantenimiento de la planta durante 20 años, se refiere al caso como «un incidente grave y desgraciado que no tuvo consecuencias, pero que nos evidencia que no se puede bajar la guardia en materia de seguridad». Hecho ese paréntesis, Vidal se lanza a una defensa sin fisuras de su propuesta. «La comarca depende de esta industria. La central emplea a diario a 1.150 personas y otras 2.000 más cuando hay paradas. Además, nadie nos ha planteado otra alternativa para el futuro». Vidal habla del congreso sobre los moriscos celebrado en Ascó en abril, de los actos culturales que sobre los mahometanos errantes ha acogido la localidad con motivo del 450 aniversario de su expulsión, del hecho de que Ascó se asienta en una zona agrícola que produce vino, aceite, almendra y fruta dulce, pero que, ante el monocultivo nuclear, carece de industrias transformadoras. «Sabemos que el riesgo cero no existe; pero el desarrollo de la Humanidad depende de la energía nuclear, sólo hay que mirar las aplicaciones médicas. Y un ATC como el que se plantea mejora la seguridad de las instalaciones», subraya.

Vidal no oculta la aportación fundamental que la industria nuclear hace a las arcas municipales. El 75% de los 12 millones de euros de presupuesto (a repartir entre 1.600 vecinos), viene del mundo del átomo. El principal inconveniente se halla en la propia Cataluña. José Montilla, presidente de la Generalitat, se ha mostrado contrario a acoger un almacén que él mismo promovió en sus tiempos al frente del Ministerio de Industria. «Montilla está llamado a entenderse con los intereses de Estado», le recuerda el alcalde de Ascó.

Galgos, cebada y mudéjar

Muy lejos de allí, en la confluencia entre Valladolid, Palencia y León, casi en otro mundo, César Pablos Martínez, concejal de Santervás, pasea su vista por los verdes campos mientras charla con el forastero de su afición a los galgos y de una pasión indomable por el campo que le ha hecho abandonar un puesto de gruísta en Valladolid para dedicarse a plantar 124 hectáreas de cebada, beza y oleaginosas. «Vamos a ver, el cementerio nuclear no es bueno para nadie, pero ante el panorama de que este pueblo se muera, puede ser una solución», defiende con la lucidez de un diamante.

César pide a su tía la llave de la iglesia de San Gervasio y San Protasio, y muestra al forastero una joya, una iglesia románica de estilo mudéjar con su ábside de ladrillo y su Cristo de cuatro clavos. El concejal recuerda cuando iba con sus amigos al cercano Villacreces, un pueblo sin vecinos, con las casas abiertas y los ajuares intactos. Era el parque temático de los chicos de la comarca. Los resistentes de Santervás han visto cómo se han derrumbado los techos, cómo los delincuentes han desvalijado las casas y la iglesia. Ellos conservan la memoria de lo que fue. «Y no queremos que aquí pase lo mismo. Pero si no hacemos algo, estos pueblos se van a esfumar», apunta. «Sueño por las noches y pienso en ver gente por la calle», suspira.

Con un rotulador azul sobre una toalla vieja José Antonio escribió con letra aplicada un 'No al cementerio nuclear' que cuelga en el balcón de la casa, junto a la iglesia. Su esposa, Maribel Gómez Agúndez, maestra de escuela jubilada, invita al reportero a su hogar para que se caliente ante la chimenea donde quema cáscara de piñón. Luego saca una vieja foto en la que aparece su padre, maestro que fue de Santervás, y 40 chavales, hoy sesentones, todos emigrados o fallecidos. «Esta imagen no volverá a verse aquí. El pueblo ya está muerto, es imposible que resucite. Ni trayendo la basura nuclear. Mire -dice con un afán didáctico intacto pese a la edad-, si esto fuera regular o medio bueno habría 12.000 solicitudes».

Fuera, Nuria Rodríguez, la esposa del alcalde, habla al forastero del último peregrino alojado en la hospedería Ponce de León, nacido aquí, y de que tanto revuelo le ha servido al pueblo para colocarse en el mapa. «Y mucho más barato que un stand en Fitur», sonríe. Como dijo Oscar Wilde, «sólo hay una cosa peor a que hablen de uno y es que no hablen de uno». Los ocho ayuntamientos candidatos al cementerio nuclear han logrado, por lo menos, asomar su cabeza al mundo.