REPORTAJE

La soledad de Franco

El Valle de los Caídos llegó a recibir al año 500.000 visitas

MADRID Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

El aire frío de noviembre hace más glacial este santuario de piedra y granito asediado por un mar de pinos y coronado por la cruz cristiana más alta del mundo. Es aún temprano y el silencio es sepulcral. Más que paz se siente vacío. Veinte fieles han subido a la misa diaria en la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, callado epicentro de la estruendosa polémica sobre la memoria histórica y última morada de Francisco Franco, sepultado bajo una losa de 1.500 kilos. ¿Descansará eternamente el cadáver del dictador en el colosal mausoleo que mandó construir él mismo a las víctimas de la Guerra Civil? La Comisión de Expertos nombrada por el Gobierno recomienda trasladar los restos «al lugar que designe la familia o, en su caso, al lugar que se considere digno y más adecuado». Carmen, la hija de Franco, «no está dispuesta a trasladar los restos de su padre de la basílica del Valle», dice Pedro Cerracín, abogado de la Asociación de Amigos del Valle de los Caídos. Y el Partido Popular, que gobernará España los próximos cuatro años, augura que el informe de los expertos quedará aparcado. «El problema de los españoles no es Franco sino el paro y la crisis económica», subrayó ayer Esteban González Pons.

Consciente de la polémica, en la garita de entrada un tipo de seguridad deja claro en una cuartilla que el acceso es «a efectos de usos religiosos, no turístico». Unos kilómetros más arriba por una carretera de montaña hay cinco coches aparcados, entre ellos el de Alberto, de 22 años, opositor a Correos, que esperaba más de la visita: «Es bastante soso». Y aclara que lo que hagan con Franco le da «absolutamente igual». «La guerra no me pilló, así que qué quieres que te diga».

Misa de once. Festividad de San Andrés. Ante la basílica, un torno de seguridad. «No se admiten periodistas. Las llaves, póngalas en la caja, pase por el arco, y la cámara por el scanner. Aquí, ni vídeo, ni fotos». Flanquean la escena dos imponentes ángeles de piedra aferrados a sus espadas en actitud sumisa. «Son los ejércitos pidiendo perdón», explica Javier Martínez, un habitual del culto. Por delante, un pasillo gigantesco decorado con tapices y crucifijos en el que no se oye más que el arrastrar de los pies de la veintena de feligreses, jubilados de diverso aspecto, con corbata y sin ella, y turistas con cámaras digitales. En el crucero se levanta un enorme altar rodeado de monjes benedictinos vestidos de rojo. Bajo la cúpula, reverberan el órgano y el coro santo de los niños de la escolanía, una armada de voces uniformadas con jersey de pico azul y polo blanco. Hasta aquí, es una misa como otra cualquiera, ni menos ni más, aunque la compañía sea distinta. Entre el altar y los bancos se extiende una lápida en la que se lee en mayúsculas José Antonio. Detrás, la de Francisco Franco, adornada con un discreto ramo de dieciséis claveles rojos y blancos. Algunas voces sostienen que, en realidad, Franco habría preferido descansar en el panteón familiar del cementerio de El Pardo, quizás su destino futuro. Detrás de los feligreses, dos agentes de seguridad vigilan que nadie haga fotos, mientras que en las peticiones, se ruega por el alma de «todos los caídos» de la guerra. El orador ha dicho «todos» muy despacio.

En esa palabra parece estar la batalla entre los que reclaman que se exhume a Franco y los que defienden que se quede. Ayer, francamente, no encontramos a nadie a favor del traslado del cadáver. «Yo creo que a los muertos hay que dejarlos descansar donde están y en paz», decía Mercedes Gargallo, 63 años, de Barcelona. «Hemos venido antes de que dejen que esto se caiga».

Toni Bordas esgrimía el argumento más repetido: «Hay cosas mucho más importantes que hacer en España antes de mover a un muerto». El ingeniero Javier Martínez aseguraba que el traslado sería «algo fuera de contexto, absurdo y vengativo» y que el informe de los técnicos, «en lugar de ahondar en el sentido de reconciliación, es un panfleto raro que se diría escrito al dictado del Gobierno».

John Edwin Bowin, veterano galés de la fuerza aérea británica, pasaba por allí con su mujer Rowena. Desde la distancia, no hay polémica. «¿Gente ofendida? Comprendo, pero en mi guía turística dice que es un monumento a los caídos en la guerra española, de los dos bandos. Si es así, me parece estupendo. Si Franco lo mandó construir, debería tener el honor de reposar en él».

Al concluir la misa, curiosos, devotos, opositores, periodistas y demás visitantes, pocos, pasan ante la tumba de Franco, en la iglesia que él mismo inauguró en 1959 como homenaje a los caídos en su «gloriosa cruzada». Los huesos de muchos muertos en la contienda, más de 38.000, se guardan detrás, en dos galerías, una para cada bando. Ayer, nadie se paraba a retratar esas tumbas, muchas de trabajadores de la obra, algunos reclusos, otros no. En la construcción participaron unos 20.000 prisioneros de guerra republicanos y presos políticos, según el historiador Juan Pablo Fusi.

No se escuchan discusiones, todo es silencio. A la salida se reflexiona sobre el peso de la historia del lugar, la arquitectura y las razones de semejante mole. «Lo veo como algo del pasado -explica Óscar Gutiérrez, técnico en identidad corporativa-. Me llama la atención su forma de ser colosal, no sé si buena o mala, sí de otro tiempo». En cierta manera, recuerda a un plató de una superproducción que alguien abandonó hace años, un escenario de una gran historia que ha perdido su razón de ser. La arquitectura descomunal para descomunales homenajes se ha quedado grande, como una metáfora de España. En toda la mañana no pasan más de medio centenar de personas por la garita. Hace un tiempo, eran medio millón al año, más que los que visitaban el cercano Monasterio de San Lorenzo del Escorial, según cuentan algunas crónicas.

Monumento cerrado

La escultura de la Piedad de Juan de Ávalos, sobre el pórtico de la basílica y a los pies de la cruz, está cubierta por una malla gris que se diría hecha de telarañas. Los técnicos de Patrimonio dicen que hay peligro de desprendimiento. «Aquí no hace nadie obras, todo es una excusa para dejarlo ahí aparcado», denuncia Pablo Linares, de la Asociación de Amigos del Valle de los Caídos. Se accede a la basílica por un pasadizo, el funicular está cerrado, la base de la cruz, los restaurantes y la tienda de souvenirs, también.

Arriba está abierta la abadía de los benedictinos encargados de gestionar la basílica, un internado con cincuenta chavales y una hospedería, reunidos en un complejo más que solitario, frío, con un aire al hotel de 'El Resplandor', de Stanley Kubrick. Ni siquiera el Poblado es un poblado. En unas cincuenta casas de montaña apenas viven veinte personas que trabajan en Patrimonio y que no sueltan prenda. En el salón social, alrededor de una mesa de terraza con latas de cerveza y colillas de cigarros se sientan el guarda de las 1.200 hectáreas de bosque, el que vigila las misas y otros tres colegas: «Nosotros no podemos hablar de nada». Aquí no pasa nada ni nadie.