ciclismo

La mentira del Tourmalet

La Haute Route de los Pirineos lleva a sus participantes a la legendaria cima del ciclismo

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Reina madre, Reina Sofía, Juanita Reina, etapa reina… vamos mejor con esta última. La Haute Route de los Pirineos llegó ayer a su cuarta jornada, que consistió en una paliza infame por varios de los puertos con más renombre de los Pirineos y la guinda final del Tourmalet, donde todo comenzó con una mentira.

La etapa más larga de esta competición para aficionados, que comenzó el pasado domingo y terminará el sábado, unió las localidades de Luchon y Argeles Gazost con cuatro puertos por en medio repartidos en 136 kilómetros. Tres de primera categoría (Peyresourde, Aspin y Tourmalet) y uno de segunda (Azet) que no tenía nada que envidiar a sus otros tres compañeros de etapa.

El Peyresourde se afronta nada más salir de Luchon y consiste en remontar casi mil metros de altura (929) en 14 kilómetros. Una broma para entrar en calor antes de las ocho de la mañana. Descenso frenético y segundo cuestarrón del día, que engaña más que las fotos navideñas de Urdangarin. Corto en comparación con los otros (8 km) pero con picos del 10% y una media innegociable del 8% en toda la subida. Dos puertos al saco.

El tercero, un clásico del Tour, el Aspin. Se corona a 1.500 metros después de ganar casi 900 en doce kilómetros de ascenso. A esas alturas, las piernas merecen un descanso, el culo también y cualquier gaznate clama por la primera cerveza del día. Quita, quita, que queda el Tourmalet, la principal razón de esta aventura.

Contemos la anécdota para el que no la conozca. 1910. Al patrón de la carrera, Henri Desgranges, se le ocurre incorporar los Pirineos al recorrido y envía a uno de sus hombres, el periodista Alphonse Steines, a reconocer la subida del Tourmalet. Steines sube en coche por una carretera pedregosa pero, a cuatro kilómetros de la cima, el chófer, temeroso de la nieve y los osos, renuncia. Se da la vuelta. Son la seis de la tarde y Steines decide seguir a pie. Ya es noche cerrada cuando tropieza con un pastor que le guía hasta la cima. Desde allí, emprende el camino hasta Bareges, donde llega por la mañana aterido y al borde de la muerte por congelación. Antes de nada, se dirige a la oficina de telégrafos para informar a su jefe y consumar su mentira. “Atravesado Tourmalet. Muy buena ruta. Perfectamente practicable”. Siete palabras para la historia del ciclismo.

Los más de 300 participantes de la Haute Route alcanzaron la cima mítica antes de lanzarse montaña abajo hacia Argeles Gazost. El Tourmalet es largo y, para qué engañarnos, no es el más bonito de los puertos de los Pirineos. Es duro, durísimo, porque reserva para los últimos cinco o seis kilómetros los desniveles más hirientes. El bosque cerrado de los primeros tramos desaparece poco antes de La Mongie, estación de esquí que abre la puerta a los últimos cuatro kilómetros, cuando el altímetro se dispara a dentelladas hacia los 2.000 metros.

Y llega la última curva después de un verdadero tormento, y allí aguarda la estatua de Jacques Goddet (otro periodista), que dirigió el Tour entre 1936 y 1986, y el letrero con el nombre y la altura del puerto más mítico del ciclismo mundial. No hay otro igual. Ni el Stelvio italiano, ni los Lagos asturianos, ni siquiera el Alpe d´Huez de los alpes franceses.

Cuesta irse de la cima, consciente como es uno de que a lo mejor nunca volverá allí. Demasiada historia en unos pocos metros de asfalto y piedras. Entonces comienza uno el descenso, aquel donde Miguel Indurain gestó su primer Tour en 1991, y tiene que poner mucha atención en cada curva porque hasta el cuarto o quinto kilómetro es incapaz de dejar de llorar.