Una militar española juega con unas niñas en Qala-i-Nao. / J. García
DEFENSA

Cartas desde Afganistán

Los españoles relatan su vida en la base de la misión internacional más compleja y peligrosa | La convivencia es para los militares el mejor remedio para combatir el estrés de la guerra

QALA-I-NAO Actualizado: Guardar
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Las señales horarias suenan en el barracón Cantabria de la base 'Ruy González de Clavijo' de Qala-i-Nao, al oeste de Afganistán . Es el parte de las seis de la mañana de Radio Exterior de España. En la segunda planta se escuchan los primeros pasos de las botas de goma y un murmullo en aumento. A la orquesta le acompaña el ruido del termostato calentando el agua de las duchas. Afuera, una columna de blindados de 17 toneladas enciende los motores, mientras tanto los rezagados apuran la marcha para llegar al desayuno. La primera patrulla del día está preparada.

Así comienza otra jornada más en este acuartelamiento del tamaño de 70 campos de fútbol. Rodeado de un perímetro de seis kilómetros de seguridad y levantado en 2010 entre dos lomas, con vistas a la ciudad al este y a la cota del Ruso al oeste, una cadena de montañas redondas donde hincaron la rodilla los soviéticos en los años ochenta. De aquella guerra aún quedan vestigios desperdigados por las pendientes.

El personal se despereza y la maquinaria de la base se pone en marcha. El rocío primaveral de la paupérrima provincia de Badghis, donde se encuentra el grueso del contingente español, 857 militares de tropa y 274 oficiales, es cada vez más tenue. A buena hora el sol ya aprieta hasta subir el mercurio a los 20 grados. «Ahora comienza lo peor. El verano aquí va desde abril hasta octubre y te aseguro que se hace larguísimo», comenta Eduardo Castriñín, jefe de cocina desde hace cuatro años.

En los fogones de la base huele a gazpacho. Los 18 empleados civiles de cinco nacionalidades cortan tomates y pelan ajos sin parar. Hay que alimentar a esta «gran familia» de más de un millar de personas y eso requiere levantarse a las cuatro de la mañana. «Les encantan los potajes y los guisos de carne, pero poco a poco vamos metiendo platos fríos para combatir el calor», señala el chef de 46 años nacido en Chile.

El comedor y la cantina son los mejores termómetros para palpar la vida en el acuartelamiento. El ambiente es animoso desde el desayuno y la tropa comparte mesa con los oficiales. «La convivencia es buena y la moral está alta. Las pequeñas rencillas, como en todos los trabajos, se resuelven en la unidad», asegura el teniente Fernando Rodríguez, psicólogo de la base.

La adaptación y el estrés son los principales desafíos a más de 6.000 kilómetros de casa. Porque si no buscas la complicidad de tus compañeros, de los que llega a depender tu vida, «seis meses aquí se pueden hacer eternos», concluye este oficial gallego de 30 años.

Temores y cambios

Caer en la rutina también preocupa a la tropa. El cabo Fernando Diego Martínez, de 27 años, sale de la base a patrullar de forma regular. Su método para no «petar» después de estar recluido una media de cinco horas en un blindado incómodo, con 20 kilos de material a cuestas, es trabajar la atención. «Si caes en la relajación puede ser fatal», admite el cabo asturiano, que ha dejado a su novia el «feliz marrón» de preparar su boda para septiembre.

En cambio, a Rodrigo Feijóo le altera más pensar si se va a acordar de conducir cuando llegue a España. «Después de pasar medio año pilotando un blindado a 20 kilómetros por hora por andurriales bacheados no sé qué va a ser de mí», se pregunta mientras toma un cola-cao en la cantina. El soldado gallego de 23 años fue uno de los 200 valientes que estuvo cuatro meses encerrado en el puesto avanzado de Ludina, a tres horas por carretera. Un kilómetro de perímetro frente a los seis de la base de Qala-i-Nao. «Dormíamos en tiendas, entre sustos regulares de la insurgencia y la intimidad era cero», explica.

De cómo ha cambiado la vida militar en las misiones sabe mucho el capitán Martín Iglesias Coto. Es el más veterano del contingente en Afganistán , 61 años, y a finales de junio pasará a la reserva como comandante. Este ovetense de ojos azules fue sargento en la Marcha Verde de Marruecos en 1975, pasó por Líbano y es su tercera vez en el país asiático, donde realiza tareas de asesoramiento a las fuerzas de seguridad locales. «Las condiciones de antes eran infinitamente más limitadas; el soldado de hoy es profesional, tienen honor, disciplina y está mejor atendido», resume.

En la 'Ruy González de Clavijo' hay una sala con 30 ordenadores con conexión a internet, un locutorio gratuito con una quincena de cabinas, gimnasio, tienda y dos bares con billar y futbolín donde solo sirven dos cervezas por persona al día. Esta misma semana llegaron varios palés después de dos meses de sequía. Y en el bingo de este jueves las mesas marrones de la cantina se tiñeron de verde.

Los barracones son razonables, tienen camas individuales y baños comunes que limpian a diario civiles afganos. Eso sí, las prestaciones son inferiores a 'La Moraleja', como denominan al complejo donde habitan los mandos. También cuentan con un servicio jurídico para hacer el testamento o papeleo urgente y un psicólogo que examina cada mes la moral de las unidades mediante un test, que reporta a los superiores.

La distancia con casa

En Afganistán , el verdadero conflicto, más allá del riesgo a morir, que lo hay, lo plantea la distancia con España. Un problema familiar, una riña con la pareja, un disgusto de última hora hace mella en el ánimo. «Se creen el centro de atención por estar aquí, pero siempre queda una madre, una mujer, los hijos. Yo les repito que esto es una bomba de humo, que su vida está en España», señala el páter David Sevillano, en su primera misión con 30 años.

Más sencillo lo tienen los tres matrimonios que hay en el contingente, o el dilema superado de un soldado que iba para cura -de hecho estaba a punto de acabar el seminario- y cambió los hábitos por el casco y el fusil de asalto. Pero la guerra también ha alentado la llamada de Dios. El páter bautiza este domingo a un militar y antes ha dado la comunión a una veintena y ha confirmado a otros 75 en solo seis meses.

La singularidad de este país asiático que está en el año musulmán 1434 -«muchos pensamos que es real en el calendario cristiano», comenta el sargento Alberto Vázquez- es la relación con los militares locales, sobre todo con las mujeres. La teniente aragonesa Jara Gregorio, de 31 años, ha vivido de cerca con los afganos. «Les sorprende que no esté casada pero me respetan», cuenta la suboficial. También la soldado asturiana Tamara Marquínez ha hecho migas con el intérprete de su unidad, Sahin. «Es vaguete, pero es buen rapacín», le dice sentados en la terraza del bar. «Aquí hay que convivir para mantenerse; esto es Afganistán , es lo que hay», resume el sargento Vázquez.