historia

Los espectros de My Lai

Las tropas estadounidenses desencadenaron una orgía de sangre en esta aldea vietnamita hace 45 años

MADRID Actualizado: Guardar
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Toda guerra es pródiga en horrores impensables antes de desatarse los truenos del combate. El descenso a los infiernos de los soldados ha arrojado páginas inefables de la historia. Despojados de sus valores éticos mientras a su alrededor se sucede una espiral de violencia sin sentido, jóvenes que antes de partir para el frente repartían sonrisas y cariño a sus familiares se transmutan en frías máquinas de matar que ejecutan órdenes sin tiempo para preguntarse sobre la moralidad de las mismas. Pero cuando el enemigo es dibujado como la encarnación del mismísimo diablo y a su mano se debe la muerte de amigos forjados bajo el silbido de las balas la sucesión de atrocidades puede alcanzar cotas inimaginables. Así ocurrió en Vietnam, el conflicto desatado a miles de kilómetros del territorio estadounidense y que terminó convirtiéndose en la peor pesadilla de la que por entonces era una de las dos potencias que rivalizaban por el control del mundo. Pero muy especialmente de los habitantes de los pueblos y aldeas de ese país de Indochina atrapado en el tablero geopolítico de la Guerra Fría y que vivieron, tal día como hoy, hace 45 años, uno de los episodios más oscuros que se recuerdan, la masacre de My Lai.

La orgía de sangre se desarrolló en la mañana del 16 de marzo de 1968. Más de un centenar de soldados pertenecientes a la Compañía Charlie I, encuadrada dentro del Batallón de la 20ª División de Infantería estadounidense que dirigía el capitán Ernest Medina, saltaban de los helicópteros que les habían trasladado hasta Son My, una región con cuatro aldeas, una de ellas la que daría nombre a los horrorosos acontecimientos vividos en ella. Los mandos habían ordenado la operación en un intento de acabar con el 48 batallón del Vietcong, la guerrilla comunista que les tenía contra las cuerdas y que se sospechaba que tenía allí su base de abastecimiento. Mas no encontrarían rastro de la misma. Poco importaría.

Al frente de las tropas asignadas a la zona de My Lai estaba el teniente William Calley, que acabaría convirtiéndose en el único condenado por la matanza. Puesto apenas el pie en tierra, los soldados comenzaron a descargar sus armas contra mujeres, niños y animales. "¡Tudi maus, tudi maus!", gritaban los militares para animar a salir de sus chozas a los habitantes del poblado. Cuando no obtenían respuesta a sus demandas, arrojaban sus granadas contra las viviendas. Había madres que corrían despavoridas con sus hijos en brazos. También ancianos que a duras penas podían caminar. Blancos fáciles sobre los que vaciar sus armas. Las ejecuciones se sucedían sin control. También las violaciones de madres e hijas. Un grupo de medio centenar de vietnamitas fue reunido en una zanja de irrigación. Poco tardaría el teniente Calley en ordenar a sus hombres que acabasen con sus vidas. Algunos se resistían mientras los concentrados trataban de escudarse bajo los cuerpos de sus vecinos en un intento infructuoso de escapar a su fatal destino. Los cadáveres se apilaban unos sobre otros.

Poco después de las 11.00 horas, el teniente coronel Barker, atendiendo a los informes recibidos sobre la masacre desencadenada, ordenaba a la Compañía Charlie I que cesase el fuego. Habían transcurrido cuatro horas, un lapso de tiempo en el que habían perecido unos 500 vietnamitas. Apenas si se contaba una veintena de supervivientes. El coste para las tropas estadounidenses fue un soldado herido después de que éste se disparase accidentalmente en el pie. La operación sirvió para incautar tres armas al enemigo. Pero claro, éste era el 'demonio'.

Manto de silencio

Sobre lo ocurrido se extendió inmediatamente un manto de silencio. Sólo se dio cuenta de la muerte de 120 personas. Tuvo que transcurrir más de un año para que el periodista Seymour M. Hersh desvelase al mundo lo ocurrido. Su relato quedaría complementado por las fotografías tomadas por Ron Haeberle y publicadas por la revista 'Life'. El material reforzaba los argumentos de quienes se oponían a un conflicto que se había cobrado la vida de miles de soldados estadounidenses.

Se abrió una investigación que desembocó en una única condena, la del teniente Calley. Le sentenciaron a cadena perpetua, pero el presidente Richard Nixon conmutó dicha pena por la de tres años de arresto domiciliario. Argumentó siempre que él se limitó a cumplir órdenes. Si así fue, quienes las emitieron salieron indemnes. De su posible responsabilidad apenas si resuena un murmullo lejano. Pero donde las voces de los espectros nunca se apagarán es en la zona bañada de sangre aquella mañana del 16 de marzo de 1968, donde hoy se erige un museo destinado a recordar para siempre uno de tantos actos de barbarie perpetrados en el sudeste asiático.