PERFIL

La caída del virrey

José Luis Baltar, expresidente de la Diputación de Orense, que acaba de darse de baja en el PP, se sentará en el banquillo por enchufar a decenas de familiares y amigos

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Vosotros sois mis trabajadores, no de la Diputación». Genio y figura, pero a esa antigua usanza del cacique rural que se cree dueño de las personas por el hecho de darlas de comer. Así es José Luis Baltar, el expresidente de la Diputación de Orense y del PP provincial, que tendrá que sentarse en el banquillo imputado en un supuesto delito de prevaricación, precisamente por la supuesta contratación irregular de decenas de familiares y amigos. La descriptiva frase la pronunció Baltar en abril de este año en la calurosa despedida que le brindaron ‘sus’ empleados, donde debió de sentir que aún le pertenecían a pesar de que cuatro meses antes había legado el sillón de la corporación, que ocupó durante más de veinte años, a su hijo, José Manuel. Un relevo bien estudiado para perpetuar una saga, la del baltarismo, que ha hecho y deshecho a su manera en una de las provincias más deprimidas de España, pero que con su estilo de comprar voluntades también la ha convertido en un buen granero de votos para el Partido Popular. No solo Orense era su particular pazo. Los tentáculos de Baltar y sus seguidores consiguieron alcanzar el Palacio de Rajoy, como así se llama la sede de la Xunta de Galicia, y presionar cuando les convino a sus inquilinos, Manuel Fraga y Alberto Núñez Feijóo.

Si en algo coinciden los partidarios y detractores de José Luis Baltar Pumar (Esgos, Orense, 10 de octubre de 1940) es en el carisma de un hombre hecho a sí mismo con un especial don de gentes, capaz de empatizar con los interlocutores más escépticos e incrédulos, aptitud que la vida le enseñó a cultivar para cumplir el sueño de salir del pueblo. El mayor de cinco hermanos y único varón, hijo de un cartero rural no tuvo una infancia fácil. Interrumpió varias veces los estudios para atender las necesidades de la casa, repartió cartas a los 14 años cuando su padre enfermó, cuidó vacas y aún recuerda de aquel tiempo que mataba con sus propias manos los escarabajos de las patatas porque faltaba dinero para insecticida. Se hizo revisor de autobuses para no pagar billete en sus viajes y también repartió gaseosas para costearse el bachiller y los tres cursos de magisterio que logró hacer en un solo año.

Alumno aplicado y avispado, no dudó en aprovechar esas cualidades para escalar puestos en su larga carrera política que inició en 1979 como alcalde, por Coalición Galega (CG), del municipio de Nogueira de Ramuín. Llegó al PP en 1989 a través de Centristas de Galicia, una escisión de CG, de la que fue su fundador y un año después, en 1990, toma las riendas de la Diputación.

‘El cacique bueno’

El ‘cacique bueno’ como él mismo ha llegado a definirse, ocupó otros cargos institucionales y orgánicos: el de senador entre los años 1993 y 2000 y el de presidente del PP de Orense hasta que en 2010 le sucedió su hijo en un polémico congreso en el que derribó al candidato apoyado por Núñez Feijóo, su jefe. Lo logró Baltar gracias a las decenas de personas contratadas por él, familiares suyos, de alcaldes y de afiliados al PP, a cambio de un buen puñado de votos de compromisarios para que su vástago saliera triunfante de la cita congresual. Al menos vieron la luz, y sin taquígrafos técnicos ni sindicales, 104 contratos, lo que ha sido denunciado por la Fiscalía, después de que el PSOE interpusiera hace dos años una demanda. Una lista que el expresidente amplió hasta 400 eventuales, como admitió hace justo hace un año en la fiesta del codillo, en A Rúa. Esa debilidad que sentía Baltar por los saraos gastronómicos, además de por el juego de los trileros que practicaba cuando viajaba a Madrid como senador, le llevó a organizar cientos de fiestas por los rincones de Orense: gaitas, romerías y pinchos a mansalva para animar a la envejecida población rural. En esos encuentros le encantaba exhibirse con su trombón, actitud censurada después por Aznar, a quien le parecía inadecuado que el todopoderso Baltar soplara en público.

Desde el pazo de la Diputación, el considerado último barón de la era Fraga construyó una extensa red clientelar en ayuntamientos y parroquias a cambio de fuentes ornamentales y bancos públicos para los mayores, asfaltado de calles y variopintas subvenciones. Incluso algunos alcaldes pudieron deleitarse con sus favores y palpar en sus manos los billetes de 50 euros que sacaba a fajos de uno de sus dos coches oficiales. O el cura de un pueblecito que, cansado de no ser recibido en audiencia, aprovechó un velatorio para recordarle que necesitaba aire acondicionado en el tanatorio. Le llovieron de un golpe 3.000 euros, como «anticipo de la futura subvención», palabra del virrey de Orense.

En Galicia le conocen como el señor del ‘feito’ (hecho) porque a todos prometía resolver sus peticiones, aunque luego se olvidara. Ante cualquier ruego, contestaba «feito!», se hiciese después o no.

Por esas tierras de meigas de la Galicia profunda es donde siempre más le han querido sus paisanos, agradecidos de que su benefactor se preocupara por ellos, los visitara en fiestas y les consolara en funerales. A cercano y afable pocos le ganaban y dinero no faltaba aunque ya fueran tiempos de austeridad. «Llegó a colocar a 33 porteros en un centro cultural para atender un edificio que solo tiene dos puertas», denunció Alfredo García, exportavoz socialista en la Diputación. Dicen que el único gesto austero lo tuvo con su exnuera al negarle una subida del sueldo que cobraba como empleada en el Teatro Principal, dependiente de la institución.

Coleccionista de coches

Nepotismo y favores convirtieron a la Diputación en la segunda empresa más importante de la provincia, después de la cooperativa agroalimentaria Coren, y en una máquina de generar empleo a cuenta de las arcas públicas –más de la mitad del presupuesto se iba en nóminas– que ahora le toca enmendar a su hijo, que pretende paliar con un ERE los perjuicios financieros de una herencia envenenada.

Pero Baltar, el inderrocable e incombustible; el que dejó la política porque quiso («A mí nadie me echa», se jactaba); el que regaló un busto de piedra a un alcalde (José Antonio Rodríguez Ferreiro, de Os Blancos) que después hubo de derribar al ser condenado por malversación de fondos públicos; el que ha conseguido ‘comprar’ a adversarios políticos y sindicatos, tiene la conciencia tranquila y está «encantado» de que le llamen a declarar para exponer su versión. Mantiene el exbarón que «todo lo hecho está bien hecho» y que «toca esperar», ha confesado a Radio Orense.

Tal vez confíe en ese «destino final» que corrió otra querella, que denunciaba la presunta adquisición por parte de Baltar de propiedades inmobiliarias y coches antiguos a cambio de la concesión de empleos. Anticorrupción la rechazó el pasado verano ante la «falta de precisión» de la documentación presentada por un anónimo. La respuesta de Baltar, que guarda más de un centenar de viejos coches en una granja de pollos de su pueblo, fue que «el que ríe al final, ríe dos veces». No parece que ahora vaya a librarse fácilmente de la querella de la Fiscalía por los, al menos, 104 contratos a dedo, saltándose a la torera la legislación vigente. Una posible condena de inhabilitación para cargo público llegaría tarde, pero sería un buen revés para el baltarismo y su forma de entender el galleguismo, con nombres propios que ocupan puestos no solo en la Diputación, dirigida por Baltar jr., sino en numerosos ayuntamientos y en el Parlamento autonómico. Un alivio, desde luego, para el clan de los birretes (los ‘urbanos’ Rajoy, Núñez Fijóo, Beccaría...) opuesto al de las boinas (rural) encarnado por Baltar y su saga en Orense, último bastión del tradicional caciquismo gallego.