María del Mar Blanco, hermana de Miguel Ángel Blanco. / J.J. Guillén (Efe)
asesinado por eta

15 años sin Miguel Ángel Blanco

Relato de las intensas horas que mediaron entre el secuestro y la indignación popular que siguió al asesinato

MADRID Actualizado: Guardar
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La terrorista que luce rostro afilado y sonriente en los carteles policiales de los etarras más buscados aguarda con paciencia inquieta en el andén de la estación de Eibar, ajena como en una película muda al ir y venir indiferente y despreocupado de los viajeros que apenas reparan en su anónima presencia. Está acostumbrada a esperar, como sus dos compañeros de comando. La víspera, su próxima víctima, un joven concejal del PP de expresión aniñada y maneras amables, trastocó inocentemente su rutina cotidiana y se trasladó en el coche de su padre hasta su puesto de trabajo en la localidad eibarresa, en vez de hacerlo en uno de los vagones en los que se desplaza casi cada día. Él no lo sabe, no lo sabrá nunca, pero ese gesto inconsciente le ha regalado 24 horas más de una existencia sencilla y convencional apenas alterada por el compromiso político en el Ayuntamiento de su pueblo, Ermua, un crisol fronterizo de gentes diversas y cercanas donde el miedo a ETA resulta todavía tan difuso que su concejal no lleva escolta. Hoy, 10 de julio de 1997, el edil se ha enfundado una camisa color salmón sobre los vaqueros y ha vuelto a tomar el tren, después de comer en casa, para regresar a sus tareas de economista vocacional en la empresa 'Eman Consulting'. El comando se prepara para aliviar su frustración.

Mientras la terrorista aguarda a su víctima, la felicidad anodina del verano aflora en las calles de Euskadi. La ciudadanía va recuperando poco a poco el aliento tras el inesperado desenlace, apenas nueve días antes, de los largos secuestros de José Antonio Ortega Lara y de Cosme Delclaux; esa ciudadanía sobrecogida aún por la imagen inolvidable del funcionario de prisiones, convertido en un cadáver en vida por sus captores. Quizás uno de esos días de principios de julio, Miguel Ángel Blanco Garrido repitió lo que su familia le había escuchado tantas veces confesar, que él no sería capaz de soportar «ni tres días» encerrado en un zulo de ETA. En los periódicos, las emisoras de radio y las cadenas de televisión aún resuenan las desafiantes palabras del coportavoz de la mesa nacional de HB, Floren Aoiz, advirtiendo de que después de «la borrachera policial» por la dramática localización de Ortega Lara podría venir «la resaca».

La terrorista y su nueva víctima se encuentran fatalmente en el apeadero de la plaza Unzaga de Eibar a las tres y media de la tarde. Blanco siempre ha sido un trabajador cumplidor, así le han educado en un hogar humilde pero desahogado en el que su padre ha rumiado en silencio su preocupación por los meses en que su primogénito no lograba un contrato acorde a sus estudios. El concejal camina tal vez abstraído en las baquetas de su batería, en los potes que pensaba disfrutar con su cuadrilla, en los planes de convivencia con su novia de entonces. I

Arantzu Gallastegi Sodupe, la histórica integrante del sanguinario comando Donosti, la etarra que sonríe desde las fotografías policiales, abandona su espera y se acerca con determinación disimulada al corporativo. Sus compañeros, el futuro 'número uno' de la banda Francisco Javier García Gaztelu y José Luis Geresta Mujika, también esperan, ellos guarecidos en un vehículo oscuro aparcado en las inmediaciones de la estación. Los etarras se han asegurado el aparcamiento. Se lo ha garantizado el ex concejal de HB de Eibar Ibon Muñoa, el mismo que les ha ofrecido cobijo en su casa para que puedan planificar con sosiego clandestino el secuestro de su víctima, el mismo que puede controlar con un golpe de vista los movimientos de Blanco porque su taller de recambios dista tan sólo 200 metros de la empresa del edil popular. Sólo son un par de centenares de metros. Pero representan el abismo insalvable entre la civilidad democrática y la inhumanidad fanática que ha perdido todo rastro de compasión.

Gallastegi y Blanco, ambos veinteañeros, tan jóvenes que podrían pasar por colegas de barrio, caminan juntos hacia el coche. Tal vez la etarra le amedrenta con forzado sigilo, tal vez le persuade con palabras aparentemente inocentes, tal vez sólo le apremia con la convicción necesaria. Tal vez. Pero aturde tener la certeza de que cuando se aproximó a él estaba dictando ya su sentencia de muerte. Los terroristas, que han preguntado discretamente en los últimos días por una bajera en la que retener al secuestrado, conducen a Blanco hasta un escondrijo impermeable a las intensas pesquisas policiales que se desplegarán un puñado de horas más tarde. Blanco, ya lo sabemos, es un empleado puntual. Mientras su repentina e inexplicable ausencia empieza a inquietar a sus compañeros, Muñoa se entera por la radio de que ETA acaba de capturar a un concejal del PP y la tranquilidad estival sigue fluyendo, ajena a la tragedia que se avecina, en las calles de Euskadi.

A las seis y media de la tarde, la banda confirma ante el mundo que ha secuestrado a Miguel Ángel Blanco y fija sus inaceptables condiciones para liberarlo en una comunicación anónima en Gara Irratia. El aviso determina la singularidad del secuestro. La organización terrorista no sólo no exige rescate, sino que tampoco está dispuesta a librar su pulso con el Estado sin fecha de caducidad. Es un ultimátum. O el Gobierno reagrupa al medio millar de presos etarras en cárceles del País Vasco o Blanco morirá en 48 horas. En realidad, restan menos de dos días. La amenaza vence a las cuatro de la tarde de ese sábado, 12 de julio. El comunicado sacude las redacciones periodísticas con una mezcla de incredulidad, estupor y obligada curiosidad por saber quién es ese joven concejal de Ermua y por qué resulta tan importante para ETA.

Los reporteros buscan respuestas entre sus compañeros de partido y vecinos de barrio, incapaces de asimilar que Miguel Ángel, el Miguel Ángel del redoble de batería en su grupo de música y la labor callada en el Ayuntamiento, haya caído en manos de ETA. Los gobiernos central y vasco emprenden una carrera policial a la desesperada para tratar de localizar el zulo donde el comando ha conducido a su víctima. El presidente Aznar habla con el lehendakari Ardanza. El Rey es puesto puntualmente al corriente de lo que ocurre.

Y en esta tarde aciaga, desconocedor del seísmo emocional que va a sufrir su vida, un hombre enjuto de mirada extraviada llega a su hogar en la calle Iparraguirre de Ermua. Es Miguel Blanco, el albañil que ha visto crecer a sus dos hijos en la vivienda que él mismo ayudó a levantar, el esposo de una mujer devotamente creyente de nervios quebradizos. Los reporteros congregados ya ante el domicilio familiar le preguntan por su primogénito, el corporativo secuestrado. El gesto desvalido de su padre, de un aturdimiento infinito, definirá mejor que cualquier otro el estremecimiento que está a punto de recorrer todo el país.

Anochece en Ermua. El infierno de los Blanco Garrido no ha hecho más que comenzar.

El despertar cívico

Es la primera madrugada de angustioso duermevela, la primera en que Miguel Ángel no descansa en su habitación. Varias semanas atrás, una fría mañana de marzo, su hermana Mari Mar le despertó con cuidadoso cariño para despedirse de él antes de viajar a Escocia, donde iba a proseguir sus estudios de Turismo. Aún adormilado, el edil le prometió que intentaría hacer una escapada para visitarla. Es la última vez que Mari Mar lo contempla con vida. «Llevo cuatro meses sin verte. Nunca hubiera imaginado que no estarías a mi vuelta», le dirá a su hermano ausente cuando se agotaban las horas para que ETA cumpliera su amenaza.

Desde que se confirma la devastadora noticia del secuestro, la Embajada española en Londres se desvive para localizar a la joven y agilizar los trámites para que pueda regresar a Ermua lo antes posible. Las fuerzas de seguridad actúan con la misma acuciante celeridad. Decenas de agentes peinan la comarca, registran caseríos, pinchan teléfonos por orden del juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón. El esfuerzo es exhaustivo, diligente, veloz, entregado. Y las expectativas de encontrar al edil, raquíticas. El secretario de Estado para la Seguridad, Ricardo Martí Fluxá admite en Bilbao que Interior no ha emprendido ninguna línea de investigación «con visos de prosperar». El lehendakari Ardanza sugiere, con palpable desesperanza, que ETA cumplirá su ultimátum. José María Aznar interioriza «desde el primer momento» que acabarán matando a su correligionario. Y unos y otros interpretan el cautiverio como la encolerizada 'vendetta' de la organización armada ante el éxito de la liberación de Ortega Lara.

En algún lugar a resguardo del operativo policial, del sufrimiento inimaginable de los Blanco y de la ira ciudadana, Amaia, Txapote y Oker custodian a su víctima mientras se preparan para asesinarle. Al fin y al cabo, ése es el despiadado sentido de sus vidas. Saben que el Gobierno no va a ceder, no puede hacerlo porque el chantaje decretado por la cúpula de ETA, del que ellos son sus principales y disciplinados ejecutores, resulta inasumible para el Estado de Derecho. El corporativo popular también lo sabe. Lo han dejado escrito en su veredicto, con descarnada asepsia judicial, los magistrados que años después sentenciaron lo ocurrido, persuadidos de que Blanco era consciente de que el reloj de arena del terror avanzaba en su contra porque su rescate no se pagaba con dinero. Y de que los terroristas no tendrían clemencia alguna.

La conmoción que invade a la inmensa mayoría de la sociedad vasca no logra franquear las paredes blindadas del zulo. El padecimiento de los Blanco ha contagiado con tal intensidad a sus convecinos que éstos han transformado su turbación inicial en una indignación epidérmica, que se confronta radicalmente con el empecinamiento prepolítico de ETA. Las ventanas de Ermua empiezan a llenarse de carteles que exigen la inmediata puesta en libertad de su concejal. 'Te esperamos, Miguel', reza el que recibe al desolado visitante en el hogar de la familia. Entre sus cuatro paredes, Consuelo Garrido se refugia en la fe y los tranquilizantes para tratar de sobrellevar un trance tan lacerante que ni ella, con su agudo instinto de madre inquieta por la implicación política de su primogénito, había llegado siquiera a concebir.

En el Ayuntamiento y la ciudadanía de Ermua ha prendido ya un inédito sentimiento de rabia colectivo, cívico, frontalmente opuesto a tolerar esta vez la anormalidad normalizada que ETA ha conseguido imponer durante décadas de violencia sin tregua. En la tenebrosa lista del terror, Miguel Ángel Blanco suma el secuestrado número 78 de la banda y está a punto de convertirse en su víctima mortal 778. Mientras los responsables de Interior de ambos gobiernos rastrean Euskadi palmo a palmo en una búsqueda ímproba e infructuosa, los vecinos del concejal, simples ciudadanos encrespados ante la amenaza de muerte sobre uno de los suyos, transfieren al resto de la sociedad su resistencia rabiosa, hartos del matonismo de la banda y la complicidad silente de su entorno.

La inaudita respuesta, multiplicada por el altavoz masivo de los medios de comunicación, se inocula pueblo a pueblo, ciudad a ciudad. Los dirigentes políticos asisten, con un punto de distancia, sorpresa y también temor, a esa desconocida movilización, sincera e ingobernable, que discierne con pasmosa naturalidad dónde está la frontera entre la humanidad y el horror. Esa línea que la coacción violenta y la indiferencia social tantas veces han pervertido.

Esa noche, en la que Euskadi se acuesta con la respiración contenida, Ermua se echa a la calle en una vigilia espontánea para arropar a la familia de Miguel Ángel. Las decenas de velas encendidas dejan en el corazón del pueblo un reguero de esperanza quemada en vano.

Sin clemencia

El día en que ETA ha prometido que matará a su víctima si el Gobierno no accede a sus exigencias despunta con una asfixiante canícula, tan irrespirable como la terrible intuición del desenlace fatal que se percibe a lo largo y ancho del país. Los periodistas han confeccionado sus crónicas con puntillosos detalles que dibujan ante sus semejantes la existencia tranquila, llena de expectativas comunes, del secuestrado. El ultimátum de los terroristas ha permitido a los informadores conocer al edil mientras aún sigue con vida, han podido saber de sus ilusiones, aficiones e inquietudes cuando todavía restaba una brizna de confianza en verlo regresar sano y salvo a la calle Iparraguirre, donde los fotógrafos y las cámaras de televisión llevan de guardia horas interminables. Todos han presenciado la expresión desencajada de sus padres, el coraje obligado de su hermana. Y ya no pueden sustraerse al tormento de los Blanco porque ETA les ha dado tiempo también a ellos para encariñarse con el cautivo, con ese concejal de afable bisoñez con el que el alcalde de Ermua, el socialista Carlos Totorika, procuraba no excederse en los plenos municipales.

A mediodía, decenas de miles de ciudadanos vascos se visten de dignidad y se congregan en una manifestación histórica en las calles de Bilbao para suplicar a ETA un último gesto de compasión. Al frente de la pancarta están el presidente del Gobierno y el lehendakari, en una compacta imagen de unidad que no tardaría en resquebrajarse. Desfondados por la congoja y la desazonadora espera, los Blanco Garrido emprenden un insoportable vía crucis junto a la muchedumbre que inunda la capital vizcaína en una movilización por una víctima del terrorismo sin parangón en la historia reciente de Euskadi. La multitud, con lazos azules prendidos en las pecheras, clama contra ETA con un silencio pesado y envolvente que se va transformando en un insólito griterío que reclama libertad.

Es un esfuerzo de solidaridad primitivo y elemental que ni siquiera confía en obtener recompensa. Los socialistas han tratado de resucitar alguna de las líneas discretas de comunicación con la banda abiertas durante el mandato de Felipe González. Resulta un intento estéril, como lo son los llamamientos del Papa y del conjunto de la comunidad internacional. Como las palabras trémulas de una agotada Mari Mar Blanco, que implora en las escalinatas del Ayuntamiento de Bilbao que no asesinen a su hermano.

El clamor no conmueve ni a la dirección etarra ni tampoco a Amaia, Oker y Txapote, que tienen en su poder, bien engrasada, la 'Beretta' del calibre 22 con la que la banda ya ha matado antes. «Todavía tengo fuerzas», se escucha musitar en la cabeza de la manifestación a la madre del edil, descompuesta por el dolor. La multitud se disuelve a duras penas a las dos de la tarde. La familia se recluye en su hogar, acompañada por los responsables del PP. El ultimátum finaliza dentro de apenas 120 minutos. En todo el país reina una quietud malsana.

En un momento indeterminado, el comando abandona su escondrijo y traslada a su víctima a un paraje solitario de Lasarte. Cuesta tan siquiera imaginar cómo un ser humano decide privar de su vida a otro, desarmado e indefenso; cómo se diseñan los pasos homicidas; cómo se acuerda quién vigila y quién ejecuta. Gallastegi, García Gaztelu y Geresta llevan tiempo haciéndolo con milimétrica frialdad. Los tres conducen su vehículo hasta una vaguada embarrada por las recientes lluvias; un lugar que les permite maniobrar sigilosamente sin temor a ser sorprendidos. Han encerrado en el maletero al edil, vestido con los mismos vaqueros y la misma camisa que el último día en que fue visto caminando libremente. Le han atado las manos con un rudimentario cable eléctrico. Pasadas las cuatro de la tarde, cuando vence el ultimátum, los terroristas obligan a Blanco a arrodillarse. Oker le sujeta y Txapote le descerraja dos tiros a sangre fría con el cañón tan próximo a la cabeza que casi le roza el cabello. Miguel Ángel se desploma sacudido por espasmos de muerte, mientras sus captores emprenden la huida. Amaia, la etarra del apeadero de Eibar, espera esta vez dentro del vehículo a sus compañeros de comando, prestos a hacer desaparecer su evasivo rastro. El eco seco de los disparos se ha desvanecido, sin testigo alguno del crimen. A la madre del edil le atormentará durante años la incógnita sobre lo que ocurrió en esos instantes dramáticos. Sobre lo que pensó su hijo ante la voluntad inconmovible de sus secuestradores.

Dos cazadores encuentran a Blanco, ensangrentado, descalzo y agonizante, 50 minutos después que haya expirado el plazo inexorable dado por la banda. Se les representa al segundo de quién se trata y qué hace tendido, abandonado a su suerte, sobre unos matorrales. Ambos recorren a la carrera los apenas 300 metros que distan de su casa. Llaman a sus familiares a voz en grito, sin casi resuello, para que alerten a las fuerzas de seguridad y los equipos sanitarios. Mientras los teletipos anticipan el hallazgo del cuerpo, con el soniquete fúnebre de las malas noticias de urgencia, una ambulancia medicalizada de la Cruz Roja vuela hacia el hospital Nuestra Señora de Aranzazu de San Sebastián, en un intento postrero de salvar a la víctima. Los Blanco ya han recibido la llamada que tanto temían. Con el ánimo hundido, salen presurosos de su domicilio para tratar de llegar al centro sanitario antes de que Miguel Ángel fallezca solo y desamparado. La confirmación del atentado revienta toda esperanza. Y Euskadi rompe a llorar.

En la balconada del Ayuntamiento de Ermua, su exhausto alcalde se esfuerza en contener su desconsuelo y templar con palabras serenas a la multitud que aguardaba en la calle el vencimiento de la amenaza etarra. Pero la tristeza y la rabia son ya irrefrenables. «¡A por ellos!», se oye gritar, en medio de un llanto profundo y sostenido. Totorika tiene entonces uno de esos raptos de lucidez que permiten reaccionar frente a la adversidad. El regidor socialista se sobresalta ante la envergadura de la marea de amargura y cólera que anega su pueblo e improvisa una nueva manifestación para tratar de agotar, aun más si cabe, a sus vaciados conciudadanos. Entre el gentío camina con sus zapatos de raso en la mano una joven novia, deshecha en el día de su boda.

Cada ciudadano vasco que ha sentido la pérdida como suya busca refugio en la desolación comprensiva de los demás. Los manifestantes de mediodía regresan a las calles, donde en las siguientes 24 horas se vivirán escenas de intensidad tan vívida como las de fornidos ertzainas despojándose del verduguillo alentados por la muchedumbre. Como las imprecaciones contra quienes pretenden mantenerse inmaculados, disfrutando del calor estival en las herriko tabernas, frente al padecimiento provocado por los terroristas. Como el lehendakari Ardanza, que pactará con los partidos de la Mesa de Ajuria Enea el aislamiento político de la izquierda abertzale, subido a un banco improvisadamente para insuflar entereza a sus conciudadanos.

A las cinco de la madrugada, los médicos certifican la muerte de Miguel Ángel Blanco. El obispo Blázquez se desplaza al hospital para rezar un responso con el que tratar de aliviar a la familia.

Ermua estalla

La confirmación del fallecimiento despierta muy pronto a los vecinos de Ermua, muchos de los cuales llevan ya tres noches sin poder conciliar el sueño. El pueblo, teñido de gris plomo, está emocionalmente paralizado ante una tremenda jornada de luto colectivo. El mutismo de doliente resignación que se ha adueñado de las calles se transforma poco a poco, conforme se aproxima la tarde, en un ronroneo de conversaciones a media voz en los alrededores del Ayuntamiento.

La Corporación ha nombrado a su joven edil hijo predilecto del municipio. Los vecinos han retirado de sus ventanas los carteles que pedían, con un atisbo aún de esperanza, la liberación de Miguel Ángel y los han sustituido por un paisaje fúnebre de crespones negros. A las cinco de la tarde, cuando está prevista la llegada al pueblo del féretro con los restos de Blanco, la multitud atora ya los accesos al edificio consistorial. En su salón de plenos quedará instalada la capilla ardiente, por la que pasarán en interminable peregrinación miles de ciudadanos, preludio anónimo de los solemnes funerales de Estado que se celebrarán al día siguiente en la iglesia parroquial.

El féretro con el cuerpo amortajado del concejal, cubierto por la enseña púrpura del municipio, enfila la entrada del Consistorio a la hora anunciada. Ermua estalla en un rugido sobrecogedor, tanto que los periodistas se miran atónitos unos a otros, algunos incapaces de contener las lágrimas. La familia Blanco y el alcalde socialista se derrumban en la balconada, mientras las proclamas furiosas -'Vascos sí, ETA no'; 'Asesinos, asesinos'; 'Miguel, Miguel, Miguel'- rebotan en los muros de piedra con un eco creciente e incesante. Éste es el día, 13 de julio de 1997, en el que los vecinos de un pueblo vasco se arrodillan presos de su propia emoción desesperada y ofrecen a los terroristas su nuca desnuda.

El joven, indefenso y desconocido tercer concejal del PP en Ermua se ha convertido ya para entonces en un mito democrático, cuya dimensión simbólica no logrará confortar nunca a unos padres y una hermana obligados a odiar por la fuerza. Obligados a rememorar su tragedia intransferible cada vez que ETA, en estos diez años, ha vuelto a matar.