Castaño, magistral en este pase con el capote. / Villar López (Efe)
TOROS

Castaño y Miura, un idilio

El torero leonés se confirma en Pamplona como exquisito experto en el mítico hierro de Zahariche. Una faena excelente. Robleño, fino con un bravo cárdeno, no redondea

PAMPLONA Actualizado: Guardar
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El único negro de los seis miuras fue un Navajito que el azar y el sorteo dejaron para sexto de corrida. La velocidad de un encierro no se mide hasta que no han ganado los corrales de la plaza los seis toros corredores y por eso resulta imposible calcular el tiempo cabeza por cabeza. Ese Navajito, sin embargo, debió de batir todos los registros conocidos o no. Galope de vértigo. Más que un galope: un cohete.

Fuego fatuo fue el toro, que ya de salida barbeó las tablas y protestó de engaños. Lo suyo era correr y hacerlo en tromba. Cuando dejó de correr, se rebrincó. Como tantos toros que se rebrican, pegó derrotes, y se apoyó en las manos, que es justamente el opuesto de embestir. Toro a la defensiva. Javier Castaño le buscó las cosquillas y las vueltas. La respuesta fueron tarascadas. No quiso trabajar el toro que por la mañana parecía llevar alas en las pezuñas. O un motor de propulsión. A la hora de la verdad estaba derrengado de cuartos traseros. Sería una lesión de la carrera.

No todos los miuras son negros. Ni siquiera la mayoría. Cárdenos, sardos, castaños, retintos, colorados. De todo hay en esa ganadería, donde se siguen cultivando cepas primitivas y antiguas. Fue esta vez una corrida de Miura distinta de lo que ha venido siendo habitual en Pamplona. No tan ofensiva como las de otros años. No tan largos los toros como suelen, y más en Pamplona, que ha sido para la ganadería una especie de buque insignia o infalible escaparate. Ni tan largos ni tan sacudidos de carnes como otras veces. Ni tan fieros.

Llamaba la atención el tronco tan redondito y moldeado del segundo, que, por cierto, se llamaba Redondo y fue el que más en bravo respiró. Cárdeno cinchado, caribello, diminuta cabeza, poderosa grupa, acodado, extraordinariamente astifino. Elástico, se entregó en un primer puyazo de meter los riñones hasta soltar babas y repitió en un segundo de seria conducta. En Miura no se miden los toros por la velocidad de crucero sino por su conducta en el caballo -criterio de ganaderos antiguos y clásicos- y este segundo peleó como los buenos.

El toro tuvo un aire agresivo, pero también fijeza en el engaño y prontitud. En bravo fue el de mejor nota de los seis. Fernando Robleño, firme y seguro, listo y templado, brillante con el capote, le consintió lo suficiente como para lucirlo sin dejarlo subírsele a las barbas. En señal de confianza, Robleño se acabó cruzando al pitón contrario al pasito paso, cosa rara de ver cuando el toro es de Miura, y antes de eso se anduvo a gusto en tres tandas con la diestra ligeras y breves, abrochadas con formidables pases cambiados. El toro entero se echó por delante. Precioso.

Vistos los dos primeros tercios, nadie apostaba por el tercero de la tarde. Nadie más que Javier Castaño. Alto de cruz, cortito, las orejas alerta en gesto de recelo, el toro se dolió o blandeó en dos varas que tomó corrido y se dolió también en banderillas como si le hubieran dado cuerda para girar sobre su propio eje cual derviche danzante. Pero Castaño parecía haber descubierto el son del toro en el recibo de capa: lo llevó muy empapado. Daría por bueno el renuncio en varas y banderillas.

Silla de anea

Estuvo toreando desde el primer muletazo y el primer viaje. Sentado en una silla de anea que se hizo sacar desde el callejón como una paloma de mago, le pegó en tablas sin enmendarse al toro cinco templados pases, por una y otra mano, y luego, abierto a las rayas, dos más de dominio. De pronto sacaron de escena la silla y Castaño se fue a los medios para con parecida finura ponerle al toro la velocidad que quiso, se lo trajo toreado por delante y lo soltó con limpieza, ligó dos tandas en redondo y aquello parecía, sin serlo, coser y cantar.

Rompió a bueno el toro, pero hubo que hacerlo romper porque, antes de asomar la silla, estaba apalancando, y luego no. La faena tuvo rigor, fue de mando y exposición, acompasadita, y tuvo, además y antes de la igualada, la guinda de una tanda de muletazos sin ayuda con cambios de mano de uno en otro, muy espectaculares. No tanto como dos o tres naturales de ritmo lento, soberbios. Las conquistas de Castaño con toros de Miura -su apoteosis de Nimes en tarde de único espada- quedaron bien retratadas con esta faena de Pamplona, tan bonita.

No hubo mucho más que rascar, porque el primero de corrida, cuello de gaita y genio revoltoso, no fue sencillo y Rafaelillo apostó por el trasteo eléctrico de mano alta y en corto, y no hubo manera de templarse. Molestó el viento. A ese toro lo mató Rafaelillo con inteligencia -estocada contraria, pero soberbia la manera de engañar al toro entonces- y al cuarto, muy ingrato, que pegó cabezazos sin cuento y sin dar cuartel, lo tumbó sin puntilla de un espadazo impecable. Robleño insistió y porfió más de lo lógico con un quinto sardo -pinta clásica en Miura- que se repuchó en el caballo, `ay!, y solo se vino al paso y sin darse ni en mero viaje.