Viaje a Macondo
Concluye en Aracataca, cuna de García Márquez, la primera y más intensa etapa de la expedición a Colombia de la Ruta Quetzal 2012
SANTA MARTA (COLOMBIA) Actualizado: Guardar“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban en un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo…”
Para atraer a los clientes, el vendedor de recuerdos ubicado junto a la sencilla casa-museo de Gabriel-García Márquez en Aracataca, su pueblo natal en el norte de Colombia, recita de memoria las primeras líneas de ‘Cien años de soledad’, la obra maestra del Premio Nobel y una de las que figuran en la cumbre de la literatura universal de todos los tiempos. Por su puesto, Gabo es el orgullo local y, sin embargo, no hay mucho más en este humilde poblachón ardiente del interior del departamento del Magdalena que lleve a pensar que sus habitantes hayan desarrollado un interés especial por las letras. “Acá no hay librerías, señor; la gente no tiene costumbre de leer”, responde el vendedor cuando se le pregunta dónde comprar un ejemplar de la novela. Lo que sí hay es una atmósfera asfixiante de espejismo que inevitablemente hace imaginar que nos encontramos en la remota fuente de la que un día brotó el realismo mágico.
Como en tantos otros lugares visitados por la Ruta Quetzal BBVA, el paso de la expedición es motivo de fiesta en Aracataca. Viene de hacer un largo largo viaje desde el centro del país siguiendo el curso del río Magdalena y la ruta Mutis camino de Santa Marta, en la costa del Caribe. Pero antes de esta escala, se detiene en la cuna de uno de los mayores escritores contemporáneos en lengua española para conocer el lugar y las gentes que inspiraron su obra más celebre. Y es cierto que nada más entrar en Aracataca uno tiene la sensación de ir a encontrarse al gitano Melquíades a la vuelta de cualquier esquina con su estrafalario cargamento de prodigios o al mismísimo José Arcadio Buendía tratando de dar con la fórmula para construir casas de hielo. Bajo ese sol de injusticia y entre un aire que parece un caldo grueso de gallina y arroz uno entiende por qué al patriarca de la saga el agua congelada le pareció “el invento del siglo”.
Pero la Aracataca de hoy no es el Macondo imaginado por García Márquez en su juventud. Con unos 40.000 habitantes dedicados principalmente al cultivo de la palma, a la ganadería y a ver pasar la vida recostados a la escasa sombra de sus casuchas de una planta, en apenas 130 años de historia el lugar ha tenido tiempo de ser un enclave importante en la explotación bananera y de venirse abajo hasta quedar en el olvido de no ser por las páginas que inspiraron sus gentes y fantasmas. De su esplendor solo queda la línea férrea que lo atraviesa y por la que regularmente circulan trenes de más de cien vagones cargados de palma para la fabricación de aceite y biodiésel… “El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias, había de llevar a Macondo”.
“Es hora de nuevos personajes en Macondo”, comenta, enigmático, un holandés errante que se hace llamar Tim Buendía y lleva tres años asentado en la localidad regentando el ‘Gipsy Residence’, uno de los dos hotelitos que dan cama al viajero que se atreve a hacer un alto en este horno perdido entre los sueños. Alto y delgado, vestido con falda hasta los pies y camisa de rayas, Tim no deja de transpirar mientras juguetea con un bastoncillo que le confiere un aire de autoridad literaria por nadie discutida. En la recepción oficial en la casa-museo, es él quien hace de intérprete entre la realidad de Aracataca y la magia de Macondo.
“García Márquez –cuenta el holandés-cataquero- decía que era latinoamericano de cualquier país y que la materia de su obra provenía de la realidad y la nostalgia. La palabra Macondo tiene muchos significados: puede ser el nombre de un árbol, un estado de ánimo, un pueblo angoleño o ‘banano’ en idioma bantú… Pero el sentido del verdadero Macondo recreado por Gabo se encuentra en el corazón de Aracataca y aquí la realidad supera la ficción. Aracataca es un símbolo para los pueblos de Latinoamérica. A través de este pueblo podemos enseñar parte de la historia y la cultura de todo el continente”.
La historia y la cultura en Aracataca aún hoy siguen transmitiéndose y deformándose oralmente en los mentideros callejeros que proliferan en un paradójico laberinto de vías paralelas y perpendiculares repletas de motocicletas, triciclos, carros y algunos tractores. Esas historias fueron las que anidaron en la cabeza del joven Gabriel. Su abuelo materno se instaló aquí cuando él tenía cinco años; venía huyendo del fantasma del hombre al que mató en un duelo de honor. Rodeado de mujeres, el niño vivió en el pueblo solo hasta cumplidos los diez, tiempo de sobra para escuchar infinidad de cuentos así. En aquel entonces, a principios del siglo XX, Aracataca era un crisol de emigrantes de todas las procedencias y culturas atraídos por la fiebre del banano que mezclaban sin límite sus leyendas e invenciones. Luego vinieron la crisis y los problemas laborales, y la multinacional United Fruit Company se retiró de allí. En el 37, cuando la familia se trasladó al Sucre, Gabriel se llevó las maletas cargadas de imaginación, personajes, historias y una indeleble impronta melancólica.
Aunque todavía sin un contexto claro, ya con veinte años García Márquez estaba escribiendo la novela que le daría fama mundial. Sus relatos de entonces llevaban por título ‘La casa’ y era, en efecto, la casa familiar la que actuaba como núcleo de todo. Solo cuando regresó tres años más tarde en compañía de su madre y sintió el abandono del pueblo fue consciente de la orientación que debía tomar la obra. ‘Cien años de soledad’ fue publicada en el 67, cuando el periodista y escritor estaba en los cuarenta y todavía vivía “de los milagros diarios”. Así concluye Tim su relato. La novela vino a romper con la corriente de literatura histórica, pues es todo lo contrario: combate la idea tradicional del tiempo y el espacio, de los convencionalismos que el realismo impuso. Se erige así en precursora de un nuevo estilo que habría de ser admirado e imitado en todo el mundo, el realismo mágico.
En Aracataca, su fuente seca, no hay una librería donde adquirir un ejemplar de ‘Cien años de soledad’ porque nadie va a leerlo. A sus gentes les sigue bastando con sentarse a la sombra a charlar e inventar por los siglos de los siglos. Ya no quedan más Buendías en Macondo que un holandés de paso.
Final del viaje a mitad de camino
Por mediación de Tim, de Quique, un guía medio chiflado, y de una trabajadora de la Alcaldía llamada Ana Jenny, su compañero Helder lleva al visitante en motocicleta hasta una tienda de casi todo donde han logrado localizar un ejemplar pirata bastante mal editado. Entre la extrañeza de la clientela habitual, que no logra entender el interés por aquello, el extranjero, al que no saben distinguir si es español u otro holandés loco, lo compra por 7.300 pesos como si fuera el mejor regalo que llevarse de este viaje que toca a su fin.
La Ruta Quetzal sigue rumbo a Santa Marta, ya en el Caribe, para realizar una tercera caminata por el Parque Nacional Tayrona y visitar la última residencia del libertador panamericano, Simón Bolívar. Después vendrán Barranquilla y San Basilio de Palenque, donde perdura población negra que conserva la lengua bantú de sus antepasados africanos y la música afrocolombina que se distingue del resto del folclore y a su vez lo impregna todo. Más adelante, siguiendo la costa, Cartagena de Indias y su puerto colonial, antes de volver al centro del país para concluir en la capital, Bogotá. Queda por delante la parte más urbana y turística del viaje que lleva casi dos semanas siguiendo los pasos de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reyno de Granada. Los chicos continúan, pero el primer turno de periodistas que les han acompañado hasta aquí, por la Colombia más rural, pobre, desconocida y extraordinariamente hospitalaria, debe regresar para que se incorpore un segundo turno.
Los últimas jornadas han sido tan intensas que solo podían terminar en Aracataca. Desde que partimos hace tres días casi sin descanso de San Sebastián de Mariquita no hemos dejado de vivir inmersos en una onírica fiesta de ritmos, colores y abrazos entremezclados. Guaduas y Honda rivalizan en belleza y hospitalidad. En el primero de estos pueblos, “donde se vive el palpitar de la patria” por el recuerdo de Policarpa Salvatierra, máxima heroína de la independencia colombiana, los viajeros aprenden de Miguel Nova, campesino, guía, historiador y cuentero, “que solo con el estudio y la lectura se puede llegar a la aplicación de nuestra propia dialéctica, para llegar al buen nivel intelectual que permita ser orgullo de cualquier sociedad a la que pertenezcan y para destacarse por su conocimiento y buen saber aprendido”. El joven rutero Daniel Eduardo Mosquera, natural de Guaduas pero residente en Alberta (Cánada), responde, orgulloso, a este ideal al regresar por unas horas a su lugar de origen.
Como él, otros 220 chicos continúan su viaje iniciático por Colombia para seguir aprendiendo lecciones de humanidad que solo este país puede dar de forma tan cálida y sincera.
Nosotros ya hemos llegado al mar… Hemos atravesado la selva andina y ascendido los Farallones de Cali. Hemos visto ciudades como laberintos y poblados anclados en la miseria y el olvido. Hemos interpretado los cantos de las aves en la noche y sentido al alba el aliento de la bruma. Hemos leído nuestro destino en las estrellas del sur y adorado y maldecido al sol en lo más alto. Hemos bailado, hemos cantado y reído con personas que no volveremos a ver y escuchado historias de brujos emboscados. Hemos cruzado el río, el Magdalena que nos guía. Hemos recolectado café a mediodía y plantado un canelo al caer la tarde. Hemos tronchado la caña y pintado aves del paraíso como los dibujantes botánicos de antaño. Hemos comido arepa y chupado y arroz y pollo y plátano frito y yuca y papa a todas horas y hemos bebido jugos de frutos de colores. Hemos abrazado la tormenta tropical y nuestro sudor constante nos ha bautizado colombianos. Hemos descansado a la sombra generosa de la ceiba escuchando el canto del barranquero y el chasquido de la iguana. Hemos llorado de compasión en el enorme camposanto de Armero recordando la mirada infinita de la niña Omaira. Hemos cruzado el país con sus soldados para poder robar algunas de sus historias. La gente nos dio las gracias, pero somos nosotros los que quedamos en deuda. Hemos hecho amigos de una vez para siempre jamás y enemigos que quizás ni nos recuerden. Hemos dejado atrás a otra persona y empezamos a ver el mundo con ojos nuevos. Con nuestro billete de vuelta en el bolsillo, hoy regresamos a casa sin haber salido de ella y dejamos atrás un país al que ya siempre perteneceremos. Otros siguen adelante por caminos más amables, no nosotros. Hemos llegado al mar y aquí se acaba. Justo en el punto donde otra aventura comienza.
“… Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.