Mapa de la ruta. / Gráfico: I. Toledo
Ruta 45 a Fukushima (VI): FUKUSHIMA

Vidas rotas bajo la nube

Los 80.000 evacuados que vivían a 20 kilómetros de la siniestrada central nuclear empiezan a asumir que nunca volverán a sus hogares por la radiactividad

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Antes del tsunami del 11 de marzo que dañó sus reactores y causó el peor desastre nuclear desde Chernóbil, la central de Fukushima 1 traía riqueza y generaba empleo en las ciudades que habían crecido a su alrededor. Directamente a o través de empresas subcontratadas por la eléctrica Tepco, en la planta atómica se ganaban la vida familias enteras de Namie, Futaba y Okuma, hoy pueblos fantasma enclavados en los 20 kilómetros evacuados por las fugas radiactivas.

Junto a su padre, que llevaba 24 años midiendo la radiación en los reactores, y su madre, camarera de la cafetería, Satomi Kamata trabajaba como contable en sus oficinas. El accidente los dejó sin hogar y, tras pasar varios meses refugiados en el polideportivo de Tamura, el Gobierno los alojó en una casa prefabricada de Iwaki, la segunda ciudad de la prefectura. Gracias a su larga experiencia, su progenitor pudo encontrar un nuevo empleo en 'J-Village', la enorme "ciudad del fútbol" donde entrenaba la selección nipona que ha sido reconvertida en el cuartel general de los trabajos en Fukushima. Por aquí pasan, comen, duermen y se miden la radiación los más de 3.000 operarios que intentan controlar las fugas de Fukushima para enfriar sus reactores y luego desmantelarlos. Precisamente, su labor consiste en preparar los trajes aislantes y máscaras protectoras con los que se adentrarán en las ruinas de la central.

Pero Satomi no tuvo "tanta suerte" como su padre y, un año después de la tragedia, aún no ha encontrado trabajo. "Este año perdí mi casa, mi empleo y mi vida", se queja la muchacha, de 27 años, que ha decidido mudarse a Tokio porque “no hay muchas oportunidades laborales en Fukushima por el miedo a la radiactividad”.

Aunque no culpa del accidente a Tepco, la eléctrica que gestiona la planta, "porque antes hubo un terremoto y un tsunami devastadores", sí quiere que la empresa indemnice debidamente a los afectados por las pérdidas sufridas, sobre todo sus hogares. En abril, cada familia evacuada recibió un millón de yenes (9.264 euros). Desde el verano hasta febrero, los Kamata han percibido cuatro millones de yenes más (37.060 euros) que compensan en parte sus daños y perjuicios, pero resultan claramente insuficientes para comprar otra casa y empezar una nueva vida.

Presente lastrado y futuro amenazado

Poco a poco, los 80.000 evacuados que vivían en torno a la central empiezan a asumir que jamás regresarán a sus hogares por culpa de la radiactividad, que perdurará durante décadas o, incluso, para siempre. "Mi pueblo, Namie, está abandonado y decrépito. Pudriéndose por la humedad y las ratas, las casas se están cayendo a cachos y han sido invadidas por los matorrales, que crecen salvajes. Es muy triste ver así el lugar donde nací y crecí", se lamenta Michiyo Takamatsu, una mujer de 35 años que residía a diez kilómetros de la central, donde la radiación todavía alcanza niveles altísimos.

"Con un permiso especial del Gobierno, fui en agosto del año pasado para recoger las pocas pertenencias que pude salvar, pero no pude traerme el altar budista con las fotos de nuestros antepasados. Mi marido y yo entramos con trajes protectores y, como la alarma del contador Geiger no paraba de sonar, salimos corriendo de allí", recuerda Michiyo, que ocupa una de las 28 casas prefabricadas levantadas para los evacuados nucleares junto al complejo deportivo de Azuma, a las afueras de la ciudad de Fukushima.

A 60 kilómetros de la central siniestrada, la mujer vive ahora junto a sus tres hijos, de entre 11 y 6 años, en este módulo de 40 metros cuadrados que más bien parece un contenedor de mercancías, y donde se han distribuido con eficiencia nipona un comedor, dos dormitorios con futones, la cocina y el baño.

Aunque encontró pronto un nuevo trabajo como enfermera, el desastre nuclear le dio un vuelco a su existencia. A su marido sólo lo ve los fines de semana porque trabaja en una fábrica de muebles de cocina en Soma, a dos horas en coche, y se ha buscado allí una casa prefabricada individual. Y, los niños, que juegan ruidosamente entre la nieve con sus nuevos amigos, perdieron a sus compañeros de su clase y no paran de preguntar "cuándo volveremos a casa, mami". "No sé que contestarles", musita Michiyo con la voz entrecortada, temerosa de que la radiación pueda causarles alguna enfermedad en el futuro.

Para minimizar riesgos, los colegios de Fukushima no permiten que sus alumnos salgan a jugar al recreo más de tres horas diarias. "Tuvimos que cavar hasta un metro de profundidad y retirar toneladas de tierra en el patio porque los niveles de radiactividad eran muy altos", explica las labores de descontaminación Hiroya Kudo, subdirector de una escuela secundaria con 600 estudiantes. Así es la vida bajo la nube de Fukushima, que lastra el presente y amenaza al futuro de la costa noreste de Japón.