'El lector de Julio Verne' de Almudena Grandes
Es el segundo tomo de la serie 'Episodios de una guerra interminable' y en él los ojos de un niño reflejan el punto de los perdedores... de ambos lados
BILBAO Actualizado: GuardarHace ahora año y medio, Almudena Grandes publicó el primer tomo de una serie de enorme ambición literaria que trata de contar la postguerra, la larga e inclemente postguerra, a través de episodios poco conocidos, ocurridos en distintos lugares de España. En aquel primer título de la serie 'Episodios de una guerra interminable', el titulado 'Inés y la alegría', Grandes narraba la disparatada (y fracasada) operación llevada a cabo por un grupo de soldados republicanos que entraron en España en 1944 por el valle de Arán, aprovechando el desconcierto generado por la retirada alemana de Francia y la llegada de los aliados. Pretendían instalar allí la 'capital' de una zona liberada desde la que iniciar la 'reconquista' del país.
En 'El lector de Julio Verne', cuenta la peripecia de un niño, hijo de un guardia civil destinado en un pueblo de la serranía de Jaén. Por allí merodean grupos de republicanos huidos que a veces bajan al pueblo para ver a sus familias. La iniciación del protagonista a la literatura -con esos libros que primero un amigo adulto de comportamiento algo sospechoso y luego su profesora de mecanografía le irán dejando- y a la realidad del país en el que le ha tocado nacer es el núcleo central de una novela con una estructura más clásica que la anterior, con menos personajes y mayor concisión narrativa.
Cuenta Almudena Grandes en este libro cosas que asombran y perturban. Asombra, por lo que tiene de reflejo de la pobreza extrema, el relato de cómo en aquellos años y en aquella zona los niños pequeños calentaban su cuerpo y sus manos camino de la escuela con piedras redondeadas de tamaño medio que sus madres ponían al fuego y luego introducían en fundas de tela para evitar quemaduras. Cuando cumplían los 12 años y por tanto eran ya más 'responsables', las piedras eran sustituidas por botellas, que llenaban con agua a punto de hervir. Con piedras y botellas también calentaban sus camas en aquellos pueblos de inviernos inclementes, donde se ignoraba lo que era la calefacción.
Perturba saber que las mujeres de los huidos preferían pasar públicamente por adúlteras antes que confesar que habían quedado embarazadas a consecuencia de los encuentros furtivos con sus maridos. Estos se jugaban la vida, o al menos la libertad, bajando del monte en ocasiones, cuando pensaban que la vigilancia era menor porque los guardias civiles estaban ocupados en otras tareas.
Grandes habla del sadismo de algunos agentes, capaces luego en su casa de los gestos más amorosos; de la lucha por la supervivencia de viudas y huérfanas de republicanos; de un maestro que no tolera que un alumno -el protagonista- lea lo que escapa de los cánones del régimen; de la traición y la lealtad; de la dignidad y la humillación.
La escritora madrileña escribe desde el punto de vista de los perdedores, pero no debe entenderse que este se corresponde en su totalidad con los republicanos. Casi tan perdedores como ellos son unos cuantos personajes que por ideología, empleo o azar deberían considerarse vencedores. Son aquellos que, como el padre del protagonista, se dan cuenta de que a veces han de actuar de manera injusta o arbitraria, o quienes asisten sin poder impedirlo a los excesos de la autoridad. En definitiva, pobres vencedores que hallan más dignidad entre los vencidos que en sus propias filas.