Una chapa reivindicativa. / Efe
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Británico: no hagas, piensa

La desindustrialización de Reino Unido, que ha visto cómo desaparecían sus grandes fábricas, ayuda a explicar la actual crisis económica del país

MADRID Actualizado: Guardar
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Todo el mundo se volvía loco en Newcastle cuando se botaba un barco. Lo recuerda el prestigioso historiador británico Paul Kennedy, nacido en la vecina localidad de Tyneside. Su padre y sus tíos trabajaban en los astilleros de la ciudad. “Había una profunda satisfacción en el hecho de hacer cosas. Cuando un nuevo barco salía al mar, una gran alegría embargaba a todos en Newcastle, desde los banqueros que habían dado créditos para el proyecto hasta quienes habían diseñado partes del barco, y por supuesto, los que lo habían construido. Los niños salíamos de la escuela para ver con nuestros propios ojos lo que nuestros padres habían hecho juntos”, contó Kennedy en una conferencia que reproduce ‘The Guardian’.

Newcastle era solo una muestra de aquel Reino Unido de los años 50 y 60, una nación industrial que se sentía muy orgullosa de serlo. Pero aquellos tiempos ya pasaron y el país vivió en las décadas posteriores un proceso de desindustrialización que acabó para siempre con las imágenes de miles de hombres saliendo por las tardes de las fábricas, cuenta el periodista Aditya Chakrabortty, que ha intentado explicar por qué Reino Unido ha perdido ese músculo industrial que lo llevó a ser el país del primer ferrocarril y del Titanic.

A finales de los 70 y en los 80, los gobiernos de Thatcher se encargaron de extender el mensaje de que los tiempos de la industria pesada se habían ido y el futuro pasaba por trabajar con el cerebro, no con las manos. Para que la economía británica continuara siendo puntera, la mano de obra de la gran metalurgia debía convertirse en empleo ingente, e inteligente, en los servicios. La formación era la receta mágica. Así, en pocos años, la industria pasó de emplear a 6,8 millones de personas a dar trabajo solo a 2,5 millones. Al contrario que Alemania y Francia, que mantenían grandes fábricas de sus marcas de coches más representativas (Mercedes o Renault), MG Rover terminó por desmantelar en 2005 su gran factoría de Longbride, enviando al paro a 6.300 personas.

Y es que aquellas ideas de Thatcher habían calado también en sus sucesores, John Major y Tony Blair. Uno de los ministros de Industria de Blair, Peter Mandelson, soñaba con hacer de Reino Unido otro Silicon Valley y aquellas ciudades del noroeste británico, tradicionales capitales industriales del país, pasaron en pocos años a convertirse en enormes parques temáticos de las compras y el ocio. Liverpool es el mejor ejemplo: el centro de la ciudad es considerado como el proyecto de regeneración urbanística más importante de Europa. La fórmula parecía perfecta, ya que tampoco pasaba nada si las clases obreras veían reducidas sus ingresos en el nuevo contexto económico. Aunque ganaran menos, tenían más posibilidades de comprar los baratos productos chinos e indios. Que fabriquen ellos, nosotros estamos para pensar. En el fondo, todos ganaban.

Pero el sueño se convirtió en pesadilla y ahora Reino Unido lamenta haber perdido el amor por “hacer cosas”. La economía del país no ha alcanzado el ideal que dibujaron Thatcher, Major y Blair. El tiempo ha demostrado que vivir de los servicios bancarios y de vender ropa, de financiarse en el extranjero sin ser capaz de exportar productos con valor añadido, deriva con el tiempo una gran burbuja. Una burbuja que les ha estallado en la cara a los hijos de los obreros de los astilleros de Newcastle.