
Los debates, unos combates sin guantes en busca del K.O.
Kennedy y Nixon mantuvieron en 1960 el primer y más recordado cara a cara televisivo
MADRID Actualizado: GuardarGanar unas elecciones es una cuestión que depende de múltiples factores. Cuenta el balance de la gestión del gobernante en ejercicio -cuando este se presenta a la reelección-, la situación económica, las propuestas de los contendientes, el carisma de los candidatos, el buen uso de los medios con que se cuenta en la campaña... Y al final, todo puede irse al garete por una mala actuación en televisión.
Algo que deben estar pensando en estos momentos Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy, los candidatos a la presidencia del Gobierno español de los dos principales partidos que mantendrán el lunes un cara a cara televisivo. Un acto sobre el que planean los precedentes, tanto los que han tenido lugar en España como los desarrollados en otros lugares del mundo y muy especialmente en Estados Unidos.
Es en el país de las barras y las estrellas donde los debates televisados generan una mayor expectación. La cultura política norteamericana siempre ha tenido una especial querencia por el combate verbal. En el Senado y en la Cámara de Representantes, los demócratas y los republicanos suelen enzarzarse en acalorados enfrentamientos. En las universidades, los alumnos que aspiran a desarrollar su carrera en el ámbito político se curten en grupos de debate.
La frescura de Kennedy y el sudor de Nixon
La tradición de los debates presidenciales tiene su principal hito en el primero de la contienda entre John F. Kennedy y Richard Nixon. Un cara a cara analizado hasta la saciedad que serviría como ejemplo para posteriores luchas verbales ante millones de espectadores al revelar tanto lo que hay como lo que no hay que hacer cuando de congraciarse con la pequeña pantalla se trata. Tuvo lugar el 26 de septiembre de 1960 en los estudios WBBM-TV de Chicago y fue emitido simultáneamente por la NBC, la CBS y la ABC. Nunca se había hecho antes. En torno a 70 millones de espectadores congregados ante el televisor para ver la esgrima dialéctica entre dos aspirantes a la Casa Blanca.
A uno de ellos lo conocían de sobra. Durante los últimos ocho años había sido el vicepresidente del popular Dwight D. Eisenhower, el hombre que se había mantenido firme ante el temible secretario general del PCUS, Nikita Khruschev, cuando este trató de 'venderle' las bondades del sistema soviético durante su encuentro en Moscú. Una discusión que pasaría a la posteridad con el nombre del 'debate de la cocina'. El otro era un senador criado en el seno de una rica familia cuyo padre había sido embajador de EE UU en el Reino Unido. Indudablemente, era carismático, pero se le había visto poco durante los ocho años que había pasado en el Senado representando a Massachusetts. Muchos le tachaban de inexperto y apostaban porque se le verían las 'costuras' en cuanto empezase a polemizar con el mucho más experimentado Nixon.
Pero tras encenderse los focos, las cosas discurrieron de un modo muy distinto. Ambos conocían de sobra el medio. Nixon había salvado su carrera, cuando fue acusado de manejar fondos de forma ilícita, con el famoso 'discurso de Checkers', en el que defendió el respetable abrigo de paño republicano de su esposa Patricia y el perro de sus hijas. Kennedy estaba acostumbrado a codearse con grandes estrellas de Hollywood como Frank Sinatra, líder del 'rat pack' al que pertenecía el cuñado del político bostoniano, Peter Lawford. Ahora Nixon aparecía cansado, sudoroso, nervioso. Kennedy, por el contrario, se mostraba tranquilo, manejando bien los temas, lo suficiente para poner en aprietos al republicano.
Al final del debate se había demostrado que tenían razón quienes le habían aconsejado a Nixon no acceder a su celebración. Él era el más conocido de los dos y le había puesto en bandeja a su oponente una espléndida plataforma con la que 'seducir' a millones de votantes. Las encuestas dieron por claro vencedor a Kennedy entre quienes habían contemplado la contienda por televisión. Quienes la siguieron por la radio se decantaron mayoritariamente por Nixon. Pero eso poco importaba. El daño estaba hecho y el vicepresidente no pudo borrar esa nefasta imagen en el resto de debates celebrados. Teniendo en cuenta el exiguo margen por el que Kennedy se impuso finalmente en las elecciones, poco más de cien mil votos, de no haberse celebrado ese debate el demócrata podría no haber llegado a la Casa Blanca.
La telegenia de Reagan y Clinton
Ningún debate ha tenido desde entonces un carácter tan determinante. Pero han sido muchos los que han influido a la hora de que numerosos cuidadanos se inclinasen por uno u otro candidato. Así ocurrió en 1980, cuando Ronald Reagan se valió de su dominio de la pantalla, gracias a su pasado como actor, para poner contra las cuerdas a un Jimmy Carter muy vulnerable a causa de la crisis de los rehenes con Irán. Mucho menos tuvo que hacer aún en 1984 Walter Mondale contra un Reagan perfectamente asentado en la Casa Blanca y que manejaba los tiempos como nadie.
En 1988, la clave estuvo en el segundo debate. Con los republicanos sumidos en lo que parecía una auténtica caída libre, Michael Dukakis había cobrado una notable ventaja en los sondeos. Pero la campaña del por entonces vicepresidente George Bush atacó con ferocidad la postura contraria del candidato demócrata a la pena de muerte y subrayó su supuesta debilidad en temas de Defensa y Seguridad Nacional. El segundo cara a cara con Bush era la última oportunidad de Dukakis para redimirse y destrozar la imagen de hombre sin sentimientos que habían elaborado sus adversarios. Pero esa posibilidad quedó cercenada nada más formular la primera pregunta el moderador. Este preguntó a Dukakis si en caso de que su esposa fuese violada y asesinada, defendería la pena de muerte para el autor de tan macabro crimen. El gobernador de Massachusetts respondió con un argumento frío, razonado, que ratificó el convencimiento de muchos votantes de que por sus venas no corría sangre. El descalabro electoral era ya inevitable.
Alcanzados ya los años noventa, Bill Clinton cimentó su carrera hacia la Casa Blanca barriendo a sus rivales en las primarias demócratas con sus afortunadas apariciones en televisión. Para descabalgar al presidente Bush solo tuvo que apelar a una frase –"es la economía, estúpido"-. Su juventud y carisma arrollaron al insípido Bush, golpeado además por la candidatura del independiente Ross Perot. Más condenado al fracaso aún estaba Bob Dole en 1996 contra un presidente que surfeaba con destreza sobre las olas de una economía al alza.
La arrogancia de Gore y el aplomo de Obama
En las elecciones del año 2000, el favorito era Al Gore. Pero cometió un error muy similar al que en su día destrozó a Nixon. Minusvaloró a su adversario. Convencido de que George W. Bush no era más que un candidato simpático e hijo de papá, trató de arrollarle soltándole una retahíla de datos y argumentos que, estaba seguro, demostrarían su ignorancia. Por el contrario, lo que Gore consiguió durante el debate celebrado el 3 de octubre en Boston fue consolidar la imagen de arrogante y niño sabelotodo que tan poco gustaba a los votantes.
Cuatro años más tarde, John Kerry afrontaba los cara a cara con Bush muy pendiente de los errores de Gore. Kerry vindicaba la figura de Kennedy -con el que compartía iniciales, origen y la aureola de héroe de guerra- pero era incapaz de conectar con los votantes como aquel. Los partidarios de Bush ya le habían desbrozado el camino al presidente atacando ese supuesto pasado glorioso del demócrata en la guerra de Vietnam. Argumentalmente, Kerry estuvo a la altura. Sus largos años de experiencia en el Senado le habían convertido en un experto en temas de política internacional -hoy en día es el presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado-. Pero no consiguió despojarse del sambenito de 'estirado' que le habían colgado. Aunque lo que más comentarios generó fue el extraño bulto que aparecía en la espalda de Bush durante el primer cara a cara, celebrado en la Universidad de Miami. Fueron muchos lo que acusaron al presidente de ocultar un pequeño receptor de radio a través del cual sus asesores le estarían soplando las respuestas. Los miembros de su campaña, por el contrario, argumentaron que se trataba de una arruga en su traje.
Menos polémica hubo en 2008. Barack Obama y John McCain mantuvieron tres debates. Como suele ocurrir, el más determinante fue el primero. La clave estuvo en que esa noche el demócrata, el primer aspirante afroamericano a la Casa Blanca designado candidato por uno de los dos grandes partidos, conquistó a buena parte de los indecisos con su aplomo y dominio de las cuestiones, muy lejos de la imagen de otros políticos negros que anteriormente habían tratado de conquistar la Casa Blanca como Jesse Jackson y que solían aparecer como hombres agresivos en cuanto se les atacaba en ciertos asuntos. Obama no cayó en la trampa. McCain no pudo convencer ni en el tercer debate, en el que estuvo todo el rato a la ofensiva. Para entonces, Obama estaba a punto de rebasar la barrera que muchos consideraban hasta entonces infranqueable, demostrando, de paso, el valor de los debates.