El coronel de las mil caras
Gadafi forjó lazos comerciales con Occidente tras ascender al poder con un mensaje anticolonial
TRIPOLI Actualizado: GuardarMuamar el Gadafi (1942), apodado en otro tiempo el ‘eterno superviviente’, murió ayer sin rastro de sofisticación, transmutado en un espectro horrible que suplicó a los rebeldes: «No me disparéis». El coronel era un hombre suspicaz y consciente de que el fin le sería infligido tarde o temprano por su propio pueblo. Por eso ideó artificios ingeniosos, más sutiles que la sola ostentación de fuerza bruta, para ejercer sin fisuras su autoridad absoluta.
Al contrario que en otras dictaduras, el Ejército gadafista era una institución irrelevante y diezmada, de apenas 50.000 efectivos más desmañados que diligentes. Así, Gadafi creía que nunca caería en desgracia por un pronunciamiento militar. Si hay que defenderse –mantenía–, el Gobierno contratará los servicios de mercenarios subsaharianos listos para matar y morir a cambio de un sustancioso estipendio con cargo a la producción petrolífera.
Las primeras explotaciones de oro negro en Libia corrieron a cargo de grandes firmas extranjeras a finales de los 50. Aunque Gadafi era solo un niño bereber de fe islámica, se sintió agraviado y con los años desarrolló un odio contra las multinacionales y su anfitrión, el rey Idris.
Provisto de un carisma fascinante y de la causa anticolonial, el capitán Gadafi participó en el derrocamiento sin sangre del monarca. Los estudiantes e intelectuales europeos lo jalearon como el gran revolucionario, y él se ascendió a coronel –a semejanza de su admirado Gamal Abdel Nasser, que nacionalizó en Egipto el canal de Suez– y se erigió en líder plenipotenciario.
«Hemos vivido 5.000 años sin petróleo, de modo que podremos sobrevivir unos años sin él», espetó al tiempo que exhortaba a las multinacionales extranjeras a renegociar sus contratos. El crudo le procuró tal cantidad de ingresos que, amén de acumular riquezas en Suiza, compró la adhesión del pueblo.
Sus cuatro décadas al frente de Libia han legado un batiburrillo ideológico y de estilos sin parangón: fue arabista, islamista y africanista; enemigo de Occidente y un buen «amigo», a decir de Silvio Berlusconi. La concreción de su ideario está disponible en un tratado de tres tomos, ‘El Libro Verde’, inspirado en las enseñanzas de Mao Zedong. El exdictador lo consideraba la mayor emanación intelectual de la historia.
En aquellas páginas acuñó el concepto ‘jamahiriya’, el gobierno de las masas sin jerarquías que habría de dirigir los destinos colectivos en armonía, por medio de una red de asambleas populares y votaciones a mano alzada. Los encuentros arrojaron mayorías del 100%, un consenso sin ningún mérito: en una ocasión, según el diario británico ‘The Daily Telegraph’, los hombres del coronel asesinaron a 1.200 disidentes en tres horas.
Transición ideológica
Gadafi nació en Sirte, la misma ciudad donde murió ayer, aún bajo dominio italiano. Sus arengas, cargadas de afrentas contra Occidente, cobraron carta de naturaleza cuando ordenó atentar contra una discoteca de Berlín Oeste en 1986. Un civil turco y dos militares estadounidenses murieron en el local, y varios centenares de jóvenes resultaron heridos. El presidente Reagan tildó a Gadafi de «perro rabioso» y, en mitad de la noche, sembró de bombas el palacio presidencial de Trípoli y Bengasi.
En 1988, los servicios secretos libios hicieron estallar un avión sobre el cielo de la ciudad escocesa de Lockerbie, y 270 personas fallecieron. El ministro de Justicia de Gadafi, uno de los primeros desertores tras el estallido de las revueltas, confesó que el coronel había ordenado personalmente el atentado. Antes, Libia había aceptado la responsabilidad de uno de sus ciudadanos resarciendo a las víctimas con varios miles de millones de euros.
Saldada la deuda, una nueva relación de conveniencia económica aunó a Occidente con el mandatario. En esta nueva coyuntura, el coronel fue uno de los primeros líderes árabes en condenar el 11-S, y lo hizo con una vehemencia inusitada. Sus declaraciones, a cual más delirante, ilustran su transición ideológica –o la mera pretensión de llamar la atención–.
Si en una ocasión abroncó a los palestinos e instó a la creación de un único Estado para árabes y judíos, en otra les recomendó hacerse con bombas atómicas y levantarse contra Israel. El régimen libio guardó durante años un arsenal de armas de destrucción masiva, pertinentemente destruidas con luz y taquígrafos tras la invasión de Irak. En una intervención ante la Asamblea General de la ONU, a su vez, ligó a la Alianza Atlántica con Al-Qaida y exigió para África una compensación económica por la colonización de varios billones de euros.
Las visitas de Estado de Gadafi, envueltas de extravagancia y su ‘atrezzo’ particular, concitaban más atención por las formas que por el fondo. Lo acompañaba siempre una legión de guardaespaldas vírgenes, las célebres ‘amazonas’, y su tienda de campaña o ‘jaima’.
La toma de Trípoli por los rebeldes dio al traste con la pantomima. Efectivamente, había una ‘jaima’ en un salón interior trufado de lujos, donde la prole del exdictador –hoy exiliada, en paradero desconocido o muerta, según las fuentes– llevaba un tren de vida suntuoso y eminentemente occidental. Después de 41 años de diatribas, apenas una ha resultado certera: «Permaneceré en Libia hasta mi muerte».