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Bélgica, a vueltas con la historia

MADRID Actualizado: Guardar
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¿Sabía algo de lo que se tramaba el primer ministro belga, Yves Meterme, cuando ayer miércoles anunció que solo seguiría en su cargo unas semanas más porque quería ocupar el cargo que le habían ofrecido - secretario general adjunto de la OCDE, en París - y allí “no podían esperar a que Bélgica tuviese un gobierno un año o año y medio”?

A la extrañeza que suscitó su anuncio siguió en unas pocas horas la noticia bomba: había un acuerdo básico de los partidos en liza para reordenar el escenario institucional y formar un gobierno estable (el de Meterme era el clásico gobierno para los asuntos corrientes con quince meses a la espalda). El rey, que acababa de llegar al sur de Francia para pasar unos días de descanso, volvió a Bruselas a toda marcha y, se supone, satisfecho.

El aviso se lo dio al soberano, sin duda, Elio Di Rupo, jefe del partido socialista, hegemónico en el sur del país y, lo que importa ahora, el último formador – así se le llama en el argot político belga – designado por él para ver de encontrar un acuerdo de gobierno. Di Ripo, tal vez el más hábil de los jefes francófonos, había estado a punto de tirar la toalla hace solo unos días tras pasar un verano agotador de reuniones y propuestas. Pero al fin llega el acuerdo…

Un arreglo temporal

Hay pocas dudas de que solo una flexibilidad nueva e inesperada de los radicales flamencos, muchos de ellos abiertamente separatistas, explica lo sucedido y si es así el mérito es de su líder, Bart de Wever, un profesor de historia de 40 años creador de la “Nueva Alianza Flamenca” que en solo diez años de vida ha alterado el panorama y obtuvo su consagración en las legislativas de junio de 2010 con más del treinta por ciento de los votos y un discurso desinhibido de tono muy nacionalista.

En realidad, más allá de consideraciones generales sobre la actualización de la condición federal del país, los mecanismos de atribución de los recursos financieros, las cuotas lingüísticas y más papel para el Consejo de Estado en el arbitraje de los conflictos, lo que ha sido encarrilado es el asunto del distrito electoral conocido como BHV (Bruselas-Hal-Vilvorde) un ejemplo de melting pot cultural que podría ser admirable si la coexistencia social estuviera cordialmente garantizada y, muy al contrario, aparece desde hace años como la isla de la discordia en el corazón del país.

Todo indica, aunque faltan los detalles y su concreción tomará tiempo, que los separatistas han aceptado finalmente las propuestas del formador socialista, previamente negociadas con los partidos menores y los líderes locales, que, por lo poco que se sabe, tienen el perfume más que de un acuerdo en toda regla, de un arreglo más a ras de tierra, un aplazamiento de hecho.

Bélgica, Europa, la historia

La situación llega a un punto que traduce, además de los hechos anotados y su significación que no es pequeña pero dista de ser decisiva, la condición de Bélgica como un Estado-conflicto cuyos habitantes, muy juiciosamente, se autoprohiben la violencia. No es solo el resultado de la educación democrática o la virtud de la prudencia, sino el resultado de la historia y de la tradición política, social y parlamentaria. La clase política y el público están entrenados para coexistir con una suerte de crisis permanente.

De hecho, a un observador extranjero le resultará arduo entender lo que sucede y por qué si no conoce algo la historia del país, creado tal y como lo conocemos hoy por la llamada “Revolución de 1830”, enseñada desde la escuela primaria y que tuvo el mérito indudable y la significación en su tiempo de ayudar decisivamente a la liquidación, con su coetánea en París, del orden que Metternich había impuesto en la Europa post-napoleónica por la vía del Congreso de Viena.

Los belgas, todos los belgas, crearon el Estado, flamencos, valones y minorías (todavía hay una en el este que habla alemán y recibe toda la consideración precisa) en realidad proclamaron, con el Estado, la independencia… aunque como dice un observador risueño, no se sabe muy bien de quién. Todo esto late, pertinaz, bajo el acuerdo-sorpresa que, por lo menos, aplaza la gran crisis nacional que, por fortuna, nunca llega del todo…