Wilkinson, con la Copa de Campeones del Mundo. / Archivo
MUNDIAL DE RUGBY

Jonny tenía una misión

En 2003, Wilkinson convirtió a Inglaterra en campeona del mundo de rugby con una actuación antológica

MADRID Actualizado: Guardar
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Aquel 22 de noviembre del 2003, la portada del Times londinense era un presagio: la suela de una bota de rugby, solo eso, ocupaba toda la página. Pero no era una bota cualquiera: era la bota de Jonny Wilkinson. Las ilusiones de un país, en una bota, venía a titular el viejo diario. Y Jonny, el ‘Beckham’ del rugby, un poco más feo pero mucho mejor en lo suyo que David (1), cargaba sobre esa bota el peso de la nación que había inventado el “deporte de animales jugado por caballeros”, el rugby, en el partido más importante de su historia, en su particular, si los puristas perdonan la comparación, España-Holanda.

Cuando un inglés intenta explicarle a un español quién es Jonny Wilkinson, tiene una manera de acertar seguro: “Es nuestro Iniesta”. Lo que ocurre es que en España, aquel 11 de julio de 2010, cualquier futbolista podía haber sido el héroe. Lo podían haber sido Villa, Torres o Casillas. En Inglaterra, sin embargo, todos sabían que su única esperanza era la bota de Jonny Wilkinson. Porque en realidad, Wilkinson no es el Iniesta de España en el 2010, sino el Maradona de Argentina en 1986. Un genio prácticamente solo sobre el que recaía el peso de un equipo muy digno, sí; peleón, también; aspirante a lo máximo, como siempre que el Quince de la Rosa salta a una cancha de rugby; pero no el gran favorito, la Inglaterra del 2003.

En aquel Mundial de rugby, como siempre, se presagiaba que el hemisferio sur iba a barrer al norte. Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica partían con gran ventaja en los pronósticos frente a Inglaterra y Francia, y no digamos respecto al resto de ‘potencias’ europeas, Gales, Escocia o Irlanda. Pero a los equipos europeos les sonrió la fortuna. Todos iban por el mismo lado del cuadro, así que uno llegaría seguro a la final, mientras que los All Blacks, los Wallabies y los Springboks tenían que despellejarse entre ellos por la otra rama. Con partidos resueltos sin brillantez pero con eficacia, Inglaterra se quitó de en medio a Gales y Francia y se plantó en la final. Por su parte del cuadro, Australia llegó a la final tras desembarazarse de Escocia y Nueva Zelanda, que a su vez había eliminado a Sudáfrica.

Sobre el papel, la final no tenía color, o sí, tenía el color naranja de la camiseta de Australia, los favoritos. A los ingleses, decían los expertos, solo les quedaba pelear por una derrota digna. Y más cuando en el minuto 6 Australia marcó su primer ensayo. Pero ahí estaba Wilkinson. Jonny ya había conducido a Inglaterra al último partido con sus cinco golpes de castigo y sus tres drops en la semifinal contra Francia y en la final, él solo se las estaba arreglando para sostener con su bota al Quince de la Rosa. Aquello era un milagro: pasaban los minutos e Inglaterra aguantaba las embestidas de Australia, no se descolgaba en el marcador, incluso iba por delante. Y conforme pasaban los minutos, Wilkinson iba convirtiéndose en Neo, el protagonista de Matrix, el chico predestinado a cumplir una misión. Porque aquel partido había dejado de ser un paseo militar de Australia y se había transformado una gran batalla, y Jonny sabía que en las batallas épicas, la diferencia entre el soldado y el héroe está en el alma. Así que, a 26 segundos del final de la prórroga, cuando el marcador señalaba un inesperado 17-17, a Jonny no le quedaba una gota de aliento, pero vio a sus compañeros, gente ruda y valiente, soldados de la vieja y gloriosa Inglaterra, percutir como bestias contra la defensa rival a 30 metros de los palos, resistiendo como lo habían hecho sus abuelos en la batalla de Londres, y en ese instante sintió lo mismo que Iniesta siete años después. Escuchó el silencio. Y pidió para sí el balón ovalado. Y cuando lo dejó botar en el suelo y lo golpeó con su pierna derecha, Wilkinson ya sabía que era inmortal.