Modificación de la carta magna | análisis

El explosivo melón constitucional

"La Constitución requiere actualizaciones aconsejadas por la propia evolución ideológica de la sociedad"

MADRID Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

La primera y hasta ahora única reforma constitucional, llevada a cabo en 1992 a consecuencia de la firma del Tratado de Maastrich, consistió en añadir, en el artículo 13.2, la expresión "y pasivo" referida al ejercicio del derecho de sufragio de los extranjeros en elecciones municipales. Desde entonces, tanto el Partido Popular como el Partido Socialista han llevado en sus programas electorales propuestas de reforma constitucional, que nunca han llegado siquiera a plantearse formalmente.

Nuestra Constitución de 1978, un prodigio logrado por la episódica magnanimidad de los españoles en un momento clave de su historia, no sólo ha envejecido en algunos aspectos secundarios desde su promulgación: también se ha desarrollado conforme a sus propias previsiones internas, y ha dado a luz, por ejemplo, el vigente Estado de las Autonomías, gracias precisamente a los procedimientos establecidos para ello en la Carta Magna. Así las cosas, la obsolescencia del texto constitucional se ha hecho patente al menos en tres cuestiones clave:

En primer lugar, la organización territorial del Estado. El Título VIII ya no debería dedicarse a establecer cómo llevar a cabo la descentralización autonómica sino a fijarla y a dotarla de coherencia interna. Además, una vez erigido el modelo cuasi federal que la Constitución insinúa, sería claramente necesario revisar la composición, el funcionamiento y las competencias legislativas del Senado, cámara de representación territorial que no ha logrado funcionar como tal, a la manera, por ejemplo, del Bundesrat alemán.

En segundo lugar, la Constitución ignora, como es natural, la adhesión de España a la Unión Europea, con las consiguientes cesiones de soberanía y las implicaciones de todo tipo que derivan de la participación española en un edificio supranacional federalizante, que marcha además a toda prisa, forzado por la crisis, hacia una creciente gobernanza común del Eurogrupo, lo que supondrá nuevas y mayores pérdidas de soberanía para los Estados miembros.

Finalmente, la Constitución requiere actualizaciones aconsejadas por la propia evolución ideológica de la sociedad: la eliminación, por ejemplo, de la prevalencia del varón sobre la mujer en la línea sucesoria de la Corona.

La reforma del artículo 135 para constitucionalizar la estabilidad presupuestaria, un cambio menor, ha provocado sin embargo el estallido de las aguas represadas por la propia Constitución del 78. El nacionalismo ha irrumpido desaforadamente tratando de aprovechar la apertura del melón constitucional para implementar ex novo el derecho de autodeterminación o, cuando menos, el carácter supuestamente confederal del Estado de las Autonomías, y algunas minorías han rizado el rizo de la estridencia exigiendo incluso un cambio de régimen y el advenimiento de la República.

Tanta inmadurez es nefanda porque nos condena a eludir cualquier cambio constitucional futuro que no resulte del todo inevitable.

Bien se ve que el temor a que la apertura de ese melón nos abocara al caos no era fruto de la pusilanimidad sino de la prudencia, y hoy es absolutamente evidente que la estabilidad constitucional será en el futuro un bien mucho más preciado que la modernización de la norma fundamental. Porque lo grave de la situación actual es que, muy probablemente, ni los nacionalistas ni la izquierda poscomunista de hoy suscribirían siquiera la Constitución de 1978.

Llamazares no es Carrillo ni Duran i Lleida es, ni de lejos, Miquel Roca.