Rateras
El novio de F. tenía en la casa que compartían un hámster: una pequeña rata, en apariencia entrañable
Actualizado: GuardarEl novio de F. tenía en la casa que compartían un hámster: una pequeña rata, en apariencia entrañable, que por su actitud parecía diferenciar perfectamente cuál de los dos humanos era su dueño, de forma que marcaba entre ellos la idea de propiedad y, por tanto, su sentido de la reverencia. De nada servía esforzarse en sus cuidados ni tampoco tratar de ignorarlo, porque él dejaba siempre bien claro su orden de preferencias. Pero en realidad eso no era lo importante. El verdadero problema estaba en que él adoraba a su mascota con una devoción que hacía tiempo que no mostraba por ella. Por eso los silencios de sus cada vez mayores ausencias habían ido transformándose en una rabia desesperada, que establecía, desde la prisión de los sentimientos de cada uno, una distancia insalvable.
Mientras tanto, aquel bicho corría alegremente dentro de la rueda de su jaula, como si no pasase nada. O mejor: como si con ese brío exultante quisiese recordar su estatus de habitante privilegiado, el cual, desde su posición de intocable, podía disfrutar observando cómo crecía, día a día, el desamor, sin que eso le afectase. Corría con presunción, como si con su gesto pudiese precipitar la llegada del final, ante una F. que intuía en el comportamiento prepotente del animal la clara manifestación de su rivalidad. Una rivalidad que a su vez era a cada momento más patente, manifestándose de continuo en las interminables horas en que compartían techo a la espera, desesperándose una y celebrando el otro, hasta que el enfrentamiento se veía interrumpido por la difusa presencia de él, cada vez más parco en palabras y más cuidadoso con su mascota. Así fue agonizando su historia durante semanas, hasta que una tarde, entre la risa incontrolable y el llanto, recibí una llamada en la que me avanzaba el final de su deteriorada relación.
Lo cierto es que la ruptura aún no se había producido porque sus actos todavía no eran conocidos, pero me explicaba, como el asesino se escuda en una enajenación transitoria, la satisfacción de su revancha, tomada sin teorizar en exceso las razones. «No sé por qué lo he hecho pero tengo que reconocer que me siento mejor». Así lo resumió: aquel día, después de ir experimentando una ira inaguantable que terminó por desquiciarla, sacó al roedor de su caja y, con una perversidad paciente, le fue alimentando, por la fuerza y desde el goteo de una jeringuilla, con una cantidad tal de vinagre que el animal finalmente murió después de sufrir una hora de espasmódica agonía. «¿Qué hago ahora? ¿Recojo ya mis cosas y me marcho?», me preguntaba mientras calculaba su coartada. Pero la risa no nos dejaba valorar la tranquilidad que sentía con su venganza.
Yo entendí la maldad del animal y el resentimiento de ella porque hace años también tuve un par de ratones que terminaron por amotinarse contra mi persona el día en que los separé por jaulas y sexos. Desde ese momento, por mi integridad, tenía que esconder las manos dentro de unos incómodos guantes de lana cada vez que los cogía para limpiarlos porque ellos se vengaban de mi actitud clavándome sus afilados paletos. Hasta su muerte –que llegó con mi descanso–, la guerra de los tres consistió en un extraño equilibrio entre sus ataques diarios y mi crueldad, acercando los habitáculos en que me sobrevivían para ver cómo rozaban la histeria cada vez que trataban de tocarse y no lo lograban. De esta forma, temporalmente convivimos tres alimañas presas de nuestros rencores. Pero sé que también pudimos haberlo llamado amor.
Nunca pensé que la pusilánime de F., tan sumisa, centrada y entregada a su pareja, podría explotar de aquella forma. Pero, en efecto, aquel fue el final de su noviazgo y, tras él, solo hubo sitio para los reproches y el odio. «Siempre tiene que haber alguna víctima y en todo caso esta va a ser el rival más débil» me dije aquella tarde cuando colgué el teléfono para regresar a mi cuarto y le advertí que era hora de que volviese a su casa. La guerra había terminado y tocaba reconstruir sobre ruinas.
Hoy, pasado el tiempo, el orden ha vuelto a imponerse. Y sin embargo –y pese a todo–, como verdugos ajusticiados que no se arrepienten de sus actos, ella y yo aún nos reímos a carcajadas cada vez que recordamos las rateras dimensiones de nuestras pequeñas tragedias. Todo contamos aunque no sabemos nada. Pero corremos, cada una en su jaula, como si no hubiese ocurrido ninguna cosa. Como si ella, él, yo, y nuestros instintos animales, nunca se hubiesen entrecruzado. Como si no supiésemos que aquello, efectivamente, había sido amor. Quizás no haya pasado nada.