relatos de verano

Carros de fuego

Aquella mañana de otoño María volvió a rechazar la propuesta de su hijo mayor

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Aquella mañana de otoño María volvió a rechazar la propuesta de su hijo mayor: «Donde mejor estoy es en mi casa. De aquí me sacareis con los pies por delante, cuando me muera». En aquella casa antigua María guardaba sus enseres más preciados: algunos muebles de madera de nogal, el ajuar que bordó en su juventud y las fotos color sepia de su difunto marido. La vivienda era amplia y luminosa. Sin embargo, era muy fría en invierno y demasiado calurosa en verano. Cuando llegaban las lluvias, María tenía que andar poniendo cubos de plástico bajo las goteras. Soportaba además el ruido del tráfico de la carretera nacional, que rugía con furia mecánica a varios metros de altura sobre su cabeza, pues la casa estaba situada muy cerca del puente que cruzaba el pueblo. «Mamá, ya no tienes edad para vivir aquí sola», insistió el primogénito para convencerla de mudarse con su familia al piso. Pero María estaba empeñada en mantener su independencia, mientras pudiera valerse por sí misma. A sus 83 años, se bastaba para realizar las tareas domésticas y cuidar su jardín. Y aún le sobraban fuerzas para ayudar a otras personas. Tres tardes por semana visitaba enfermos a domicilio para darles la comunión y procurarles consuelo, pues pertenecía al grupo de voluntarios seglares de la parroquia. Aquella tarde, sin embargo, fue María quien recibió la visita de su nieto David, el único que iba a verla con frecuencia. A David le gustaba merendar magdalenas recién horneadas y empapadas en chocolate caliente, mientras su abuela le leía fragmentos de vidas ejemplares de santos. Pero en esta ocasión fue él quien llegó dispuesto a leer: «Mira abuela, lo he sacado de internet», dijo el chaval con grandes aspavientos, como si hubiera encontrado un tesoro oculto. «Tengo un nieto más listo que los ratones coloraos», exclamó María al verlo tan dispuesto. El texto hacía referencia a ciertas desapariciones misteriosas: la del profeta Elías, en el Monte Carmelo, hacía 2.850 años; y la de Enoch, quien, según el Génesis, no murió sino que fue arrebatado y llevado a los cielos en un carro de fuego. El libro apócrifo de Enoch narraba cómo este entró en contacto con seres celestiales de gran estatura que le permitieron ver lo que está oculto. Finalmente citó la experiencia de Ezequiel, otro arrebatado, aunque con billete de vuelta, quien contaba así lo ocurrido: «Ví venir un viento huracanado, una nube densa en torno a la cual resplandecía un remolino de fuego, que en medio brillaba como bronce en ignición». También aludía a «portentosos cristales a través de los cuales se observa el firmamento» y a «ruedas que giran posándose sobre el suelo». David insistió en que estas descripciones se parecían a los testimonios contemporáneos de personas abducidas por Ovnis. «Eran los extraterrestres, abuela», concluyó el chico. Estaba convencido de que esos misteriosos objetos y su enigmática función arrebatadora fueron conocidos por Jesucristo.

«¡Pero cómo puedes creer en esas cosas, con todo lo que te he enseñado!», exclamó enfadada María. La abuela argumentó que internet es un invento del diablo y que el mundo, con todos esos adelantos, va camino de la perdición, pues la gente ya no tiene temor de Dios. Y dicho esto despachó a su nieto de vuelta a casa, para que hiciese los deberes. Con las últimas luces del atardecer, María se dirigió a la cocina y preparó su cena: un huevo pasado por agua y una manzana. Ella seguía al pie de la letra algunas máximas del refranero español, como la que advierte que «de grandes cenas están las sepulturas llenas».

La cena de Pedro fue mucho más copiosa. Pedro conducía un camión frigorífico de gran tonelaje, cargado de frutas con destino a los mercados europeos. A las 10 de la noche paró en un bar situado junta a la carretera nacional. Como estaba hambriento repitió segundo plato. Cuando se sentó de nuevo al volante ya había tomado café cargado. No obstante, también utilizó sus pequeños trucos con tal de mantenerse alerta: bajó la ventanilla para que entrara aire fresco y puso música animada.

María rezó sus oraciones al acostarse. Recordó los carros de fuego mencionados en la Biblia, que ella interpretaba como una metáfora del poder divino. Se preguntó cuánto tardaría Dios en llevarla consigo. «No ha de ser muy tarde –se respondió a sí misma con cierto fatalismo– este viejo cuerpo está pidiendo tierra». Luego se acurrucó y enseguida se quedó dormida.

Pedro, en cambio, luchaba por permanecer despierto. El cansancio acumulado y la abundante cena, le produjeron un sopor irrefrenable. Sin darse cuenta fue abandonándose al sueño. Cuando atravesaba el puente, por los altavoces sonaba ‘Tientos de la luna clara’, en la voz de Rocío Jurado. Al llegar al estribillo, Pedro dio una cabezada, seguida de un volantazo y perdió el control del vehículo. Este se llevó por delante la barandilla de tubos metálicos y se precipitó al vacío. Un instante antes de que el camión atravesara el tejado e irrumpiera en el dormitorio, con gran estruendo y polvareda, María esperaba despierta. Sentada en la cama elevó sus brazos y dijo: «Estoy dispuesta para mi marcha, Señor, hágase tu voluntad». Algunos testigos dijeron que en el momento del siniestro observaron en el cielo un resplandor fuera de lo común. El suceso fue muy comentado en el pueblo. A Pedro lo rescataron con vida. A María la daban por muerta. Pero la gente no conseguía entender que, por más que buscaron, su cuerpo no apareciera entre los escombros.