relato de verano

La guitarra de Bruce Springsteen

No sé cómo había conseguido Guzmán mi dirección de correo, porque hacía años que no manteníamos ningún contacto, pero el caso es que allí estaba su email.

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No sé cómo había conseguido Guzmán mi dirección de correo, porque hacía años que no manteníamos ningún contacto, pero el caso es que allí estaba su email:

Hola, Ricardo.

¿Cómo estás? Hace mucho tiempo que no nos vemos, pero me gustaría que vinieras al último concierto de nuestro grupo, Los Furtivos de Breda. Tomaremos unas copas y charlaremos sobre los viejos tiempos.

Con un abrazo enorme, tu amigo Guzmán.

El adjunto desplegó una invitación algo antigua y sicodélica para el concierto, cuatro días después, en una sala al aire libre. Mientras la impresora tableteaba al imprimir la cartulina, marqué el número del móvil para confirmar la asistencia.

– ¿Guzmán?

– Sí.

– Soy Ricardo. Acabo de recibir tu correo.

– Me alegro mucho de hablar contigo. ¿Vas a venir?

– ¡Claro!

– ¡Estupendo! Lo pasaremos bien, ya verás. Además, habrá una sorpresa.

– No sabía que tocaras en un grupo de rock– le dije.

– Bueno, ni siquiera sé si se le puede llamar tocar. Al menos, hacemos ruido.

– Los Furtivos de Breda– leí.

– Sí. Cuatro viejos rockeros cuarentones que intentamos hacer algo de música de forma casi clandestina, al margen de nuestras respetables profesiones –ironizó–. De ahí el nombre.

– Tú eres empresario. No dejas de aparecer en la prensa.

– ¡Lo era! – precisó con una carcajada, sin explicar nada más.

En efecto, desde niño todos los compañeros de clase supimos que llegaría lejos como empresario. Ya en el colegio nos organizaba rifas, vendía refrescos y chucherías. Poco después era él quien nos alquilaba locales y cocheras para nuestras primeras fiestas adolescentes. Y más tarde, recuerdo un viaje en que nos invitaron a la casa magnífica de un amigo, desde la que se veía un magnífico paisaje. Guzmán no comentó la belleza de casa y paisaje, sino que preguntó quién era su propietario, como si estuviera calculando ya su compraventa. Guzmán solo valía para hacer buenos negocios: los adivinaba con una suprema claridad y se lanzaba a ellos a tumba abierta, a todo o nada, de un modo impulsivo que le había procurado muchos éxitos.

Pero ni siquiera él había logrado que la fiesta resultara original. A la postre, era una de esas reuniones de antiguos compañeros de promoción en la que se comprueba quién está más gordo o más calvo, quién vive feliz o infelizmente casado, quién feliz o infelizmente solo. Nos observamos unos a otros confirmando nuestro acierto o error al predecir el futuro, un poco tristes y un poco perplejos al comprobar que la chica más guapa de la clase se había casado con un idiota que la tenía secuestrada; que el más inteligente había triunfado en su vida profesional más de lo que esperábamos y en su vida sentimental había fracasado más de lo que temíamos; que el más ingenioso de nosotros no había perdido su afilado humor.

No quiero caer en la siempre sucia nostalgia, de modo que diré que charlamos mucho, que bebimos y bailamos al son que Los Furtivos de Breda nos iban imponiendo: mucho Beatles, algo de Elvis, algo de Dire Straits, alguna balada patria. Cansado en la madrugada, me retiré a la barra para pedir algo sin alcohol y no sé cómo a mi lado apareció Celia, su sonrisa. Guzmán y yo nos habíamos enamoriscado de ella al mismo tiempo, pero ella prefirió a un tipo ni siquiera guapo que nos llevaba dos cursos y cuatro o cinco años y que sabía tocar la guitarra. Fue entonces cuando Guzmán aprendió música, como si pensara que sin canciones no conquistaría a ninguna chica.

No conquistó a Celia, pero desde entonces habían seguido viéndose y eran muy amigos.

– Está arruinado– me contó mientras lo mirábamos cantar en el escenario–. Todo le ha ido mal en los últimos tiempos.

– ¿Guzmán arruinado? No puedo creerlo.

La tristeza no lograba maltratar su sonrisa incólume.

– Arriesgó mucho y la crisis se lo ha comido todo. Lo único valioso que le queda es lo que tiene entre las manos.

– ¿La guitarra?

– Sí. Se fue a Estados Unidos para comprársela al mismo Bruce Springsteen. Ahora mismo, es lo que más quiere en el mundo. Vale mucho dinero. No tanto como para evitar la quiebra, pero si lo suficiente como para librarse de la deuda de los bancos, que se la han embargado. Está muy enfadado con ellos. Después de esta noche no podrá volver a tocarla.

Como si nos hubiera oído, Guzmán cerró la canción con un duro quejido y se acercó al micro.

– Amigos. Gracias por haber venido. Espero que lo hayáis pasado muy bien. Os dije que habría una sorpresa. Ahí va.

Levantó los brazos y nos mostró en lo alto la guitarra, que extrajo de los focos unos brillos deslumbrantes. Luego, sin decir nada, la agarró con las dos manos por el mástil y la estrelló varias veces contra el suelo hasta hacerla añicos y quedarse solo con un trozo de madera del que colgaban las cuerdas de acero.