RELATOS DE VERANO

El séptimo día

Nunca habría imaginado, cuando salió de casa ese domingo por la mañana, que conocería a su media naranja en el quiosco de periódicos

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Nunca habría imaginado, cuando salió de casa ese domingo por la mañana, que conocería a su media naranja en el quiosco de periódicos. Ella tampoco, por lo menos si juzgamos por la mirada impasible con la que le contestó:

– Ahí abajo– mientras estiraba el brazo derecho e indicaba nerviosa una pila de periódicos:– No, ahí, ¡ahí he dicho!–.

A él, sin embargo, ese movimiento transmitió una paz angelical. Mas tarde, mientras tomaba el desayuno y con dificultad se concentraba en las cifras de los artículos (¿Veinte o veinte mil muertos? ¿Un millón o un billón de euros?), que en otro momento le habrían apasionado, solo imaginaba ese brazo filiforme, esos ojos apenas bizcos y esa sonrisa asimétrica, sin duda reservada a él.

Aquella noche soñó con una antigua novia y cuando despertó casi había olvidado a la quiosquera. Su efervescencia interior renació en cuanto vio su silueta agachada sobre una caja de cartón con la escrita ‘Devoluciones’, en la izquierda la cinta adhesiva elevada como cetro. Le pareció más alta y más esbelta. Se había puesto lentillas:

– Coqueta– se regocijó por dentro, con cierto orgullo. Esperó a que otro cliente se alejara y, con una sonrisa cómplice, enseñó el periódico, mientras entregaba el dinero a su mano enguantada:

– Hoy ¡a la primera! – guiñó decidido; pero ella, indiferente a la brillantez de su hazaña, ni le reconoció. En el metro, colgando de la barra de acero, osciló como una luctuosa bandera a media asta. No leyó ni una línea y en la oficina se dio cuenta de que había perdido el periódico. Esa tarde estuvo nervioso y agresivo en cierta reunión de trabajo, se inventó unos números y su jefe le felicitó.

El martes se acercó al quiosco con circunspección y con una idea. Si su frialdad era debida a la prensa que leía, habría cambiado la habitual por otra. El experimento fue un éxito: ella sonrió detrás de las gafas y movió con levedad la cabeza, arrebujada en una gorra de lana con rombos: una clara señal de aprobación. Mientras cogía las monedas, ofrecía el palmo derecho desnudo al roce con los dedos de él:

– ¡Gracias! –. Ese día en el metro no se agarró y se balanceó como un alegre espadachín que luchara contra los bruscos movimientos del vagón, el periódico como sable.

Al día siguiente, envuelto en su nueva bufanda de rombos y rociado con una colonia comprada para la ocasión, se acercó con paso decidido al quiosco y simuló cierta indiferencia mientras pagaba con un billete, según un plan perfeccionado durante la noche: la vuelta habría propiciado una conversación. Pero ella, tal vez dolida por la que interpretaría como dejadez por su parte, le miró con fastidio mientras cerraba ligeramente los ojos, le encuadraba con sospecha y buscaba la vuelta en silencio.

– Le molestarán las lentillas– dedujo. Perdió el apetito y, en la pausa de la comida, arengó a los colegas con una filípica misógina.

El jueves volvió a su lectura habitual, como despectiva muestra de distanciamiento. Ella surgió de detrás de la ventanilla del quiosco mientras se arreglaba el pelo en una coleta. Era un pelo largo y rizado, por primera vez liberado del gorro.

– ¿No quieres el suplemento?– le tuteó radiante. Él se dio cuenta de que era una revista del ratón Mickey solo cuando se lo dijo el portero de la oficina. Por la tarde, ocultándola entre papeles del presupuesto, la leyó entera, por si ella le hubiese preguntado.

El viernes decidió que le hablaría, pero ella había vuelto a las lentillas y se había alisado el pelo y le miraba con frialdad y él ya no sabía si la prefería sonriente o distante, de gafas o con lentillas, con pelo liso o rizado. Sufrió una noche agitada y soñó que la llamaba Amarilis y que leían juntos una enciclopedia.

El sábado decidió que acabaría con el asunto: se encontrara con su cara amable o con la distante, le preguntaría por su nombre y por algo más que aún no tenía claro, pero que decidiría por el camino. La suerte, amiga de los valientes, le despejó la vía: no había nadie más cuando se plantó delante del quiosco, con la torpe seguridad de un cosaco que bajara de su cabalgadura en la plaza San Pedro en Roma. La aparición debió de ser memorable, porque las mellizas se quedaron con idéntica cara de asustada sorpresa, que en una se transformó en una sonrisa miope, y en la otra se mudó en una mueca de desprecio: las dos le reconocieron.

Supo entonces que amaría a ambas y envidió que almas tan diferentes no tuviesen que compartir, como en él, el mismo cuerpo.