A jornada completa
Aquella tarde, como otras muchas, una de mis paradas rutinarias era la cafetería de algún asilo o centro de día
Actualizado: GuardarAquella tarde, como otras muchas, una de mis paradas rutinarias era la cafetería de algún asilo o centro de día. A decir verdad, era uno de los lugares en los que yo solía sentirme más a gusto y en donde más disfrutaba haciendo mi -digamos- no muy bien visto trabajo. Aquella tarde, entré al azar en una residencia cualquiera de la que no recuerdo ni el nombre, pero sí que tan solo estaba a una o dos calles de la vivienda donde había realizado mi último servicio. Al entrar al bar, me senté discretamente en uno de los lugares más apartados de la puerta, lejos de las otras mesas. Allí, varios ancianos jugaban la partida en silencio mientras que otros discutían a voces. Pequeños corros de hombres y mujeres conversaban en torno a cafés, infusiones y botellines de agua del tiempo. En cierta manera, aquello me recordó a la cafetería de un instituto que, de forma poco discreta, había visitado unos días atrás.
También había en aquella cafetería un puñado de familiares, más jóvenes, visitando a sus mayores. He de reconocer que alguno me llamó la atención sobremanera, aunque pronto tuve que alejar de mi pensamiento aquellas carnes más jóvenes para centrarme en el cometido que debía de cumplir aquella tarde. Por ello, me fijé especialmente en un par de rostros solitarios situados frente a mí, a varias mesas de distancia. El más cercano, estaba sentado en una silla de ruedas plateada y se encorvaba sobre su café cortado, aún humeante, mientras soplaba con cuidado sobre el centro de la taza tratando de enfriar el brebaje. A juzgar por sus manos, extendidas a ambos lados de la taza, y por su rostro, tendría no menos de setenta y pico aunque no los aparentaba. A su lado, en la mesa más cercana, otro hombre, un poco más mayor y de rostro mucho más arrugado, jugueteaba con el tapón azul de una botella de agua mineral. De vez en cuando, arrojaba miradas nerviosas a su alrededor e indiscretamente, aunque lo hiciera de reojo, fijaba la vista en el café cortado de su vecino.
Me dediqué a observarles durante un rato a pesar de que aquel día me había retrasado un poco en una de las citas y se me iban acumulando las visitas. Decidí decantarme por el hombre del café y, aunque en otra situación hubiera esperado a que aquel anciano hubiera terminado de disfrutar de su bebida, en aquella ocasión me levanté rápidamente en dirección a la mesa para poner fin al servicio cuanto antes.
He de confesar también, que aquel día no tenía el cuerpo para muchos trotes, pero aún así, caminé con pausada indiferencia en dirección a mi objetivo, acerqué una silla en silencio y me senté tranquilamente a su lado. Al principio pareció no darse cuenta de mi presencia, pero tras unos segundos en los que me observó de arriba abajo sin perder detalle alguno de mi indumentaria, respondió recíprocamente con una dulce sonrisa. A partir de entonces, comencé a hablarle con delicadeza, tuteándole y preguntando el porqué de su soledad. Al principio se mostró un poco reticente, pero más tarde comenzó a soltarse y me explicó que no le gustaba mucho la gente de aquel lugar, a los que se refirió como "viejos ruidosos". Recuerdo que muy al principio me dijo su nombre, pero, en estas situaciones, tiendo a olvidarlos con facilidad.
Pronto me di cuenta de que su soledad llegaba hasta cotas insospechadas y que lo que necesitaba era una buena charla desde hacía mucho tiempo, por eso se mostró un poco molesto ante el hecho de que yo mirara mi reloj cada pocos minutos. Ahora me arrepiento de no haber sido un poco más delicada con él, pero realmente aquel día tenía bastante prisa y en un momento en el que el anciano bajó la guardia, le pregunté en qué lugar se sentiría más a gusto para poder empezar cuanto antes. Comentó que tenía una cama en aquella misma residencia y que vivía en una habitación individual, por lo que tan solo necesitaba que empujara su silla por el pasillo.
Tan pronto como llegamos a su habitación, le ayudé a tumbarse sobre la cama dejándole unos segundos para elegir la postura que él deseara, no sin antes ofrecerle unas cuantas recomendaciones de lo más clásico. Decidió tumbarse boca arriba con los brazos sobre el pecho y terminó realmente rápido. Fue un detalle por su parte que en el último momento, justo antes de dejar de respirar, cerrara los ojos.
A partir de aquel instante, el día fue un auténtico desastre. Al salir a toda prisa, me pillé la túnica con la puerta, teniendo que abandonar, a la altura del pestillo, un jirón de la túnica negra. Pero peor aún fue cuando, al llegar al final de mi siguiente cita, recordé que me había dejado la guadaña apoyada contra la cama de aquel anciano.