relatos de verano

El faro y el flash

Un destello de flash. Ése fue el único haz de luz que llegaría a emitir en toda su historia la cabeza acristalada del faro. Un resplandor, al menos. No estaba mal del todo para tratarse de un faro de tierra adentro.

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Un destello de flash. Ése fue el único haz de luz que llegaría a emitir en toda su historia la cabeza acristalada del faro. Un resplandor, al menos. No estaba mal del todo para tratarse de un faro de tierra adentro.

El único guiño luminoso de la vida del faro surgió de una antigualla, de una vieja polaroid encontrada entre los escombros que mi padre revolvía para obtener materia prima con la que levantar su torre, su amada creación. Los habitantes del pueblo le tenían por un loco, pero él prefería considerarse un artista autodidacta. ¿No se había hecho famoso el hombre que levantaba una catedral con sus propias manos, siguiendo la misma técnica constructiva del reciclaje artístico? Él no codiciaba la fama, ni siquiera sabía lo que pretendía cuando inició su proyecto. "¿Por qué un faro?", le preguntaban, "si aquí no tenemos costa". Y él no sabía qué responder. Se le antojaba que era como preguntarle a un escarabajo por qué fabrica pelotas de estiércol, o a una abeja por qué ha escogido repetir el mismo patrón hexagonal, una y otra vez, hasta el final de sus días.

En el preciso momento de la foto pensó que quizá todo tenía un sentido que a él, hasta entonces, se le había escapado. Al fin y al cabo, fue la silueta del faro la que, en primer lugar, se deslizó por el rabillo del ojo de mi madre, la que la obligó después a girar la cabeza y, a continuación, a pisar bruscamente el freno del coche que conducía sin rumbo fijo, para preguntarse: "¿Qué pinta esto aquí? ¿Acaso he llegado al mar?". Y después de cerciorarse de que no era posible, el extraño fenómeno la animó a hacer escala en el pequeño pueblecito que se encontraba a punto de pasar de largo, decidida a obtener información al respecto.

De no haber sido así, mi madre no habría terminado aquella tarde acurrucada entre los brazos de mi padre, descansando entre los cojines revueltos que él había extendido sobre la alfombra, en lo alto de la torre. No habría posado con gesto perezoso y dulce para la fotografía que él acababa de disparar con la polaroid, dirigida hacia las caras sonrientes y ávidas de insomnio de ambos. No habrían compartido entrelazados la decreciente efervescencia anaranjada de la puesta de sol.

Mi madre nunca imaginó aquel final para su viaje, un viaje que, por otra parte, no supo muy bien por qué emprendía. Simplemente, una mañana temprano empujó algo de ropa en una maleta, la lanzó dentro del coche y empezó a conducir. No era propio de ella, no avisar a nadie, ni siquiera a la abuela, que es quien se suele encargar de cuidar a Patas y regar las plantas cuando viaja. Normalmente planea sus vacaciones con mucha antelación, y se marcha en compañía de su ordenador, al extranjero, o a la casita de la playa que alquila cuando necesita tranquilidad total para escribir sus ensayos, que es a lo que se entrega en cuerpo y alma cuando acaban las clases. Pero aquella vez no tenía ni idea de adónde se dirigía, ni conciencia de lo que buscaba... hasta que la estilizada figura de la torre se coló en su campo visual.

La imagen que escupió la vieja cámara de fotos, aquella tarde rojiza, quedó olvidada sobre la plataforma central de la habitación (el lugar que debería haber ocupado la lámpara del faro, que nunca llegaría a instalarse), y permaneció en ese mismo sitio hasta mucho después de que mi padre dejara de vivir allí. Algún tipo de resplandor debía de emitir el borroso retrato, porque cuentan que, cada noche, multitud de polillas hipnotizadas cabecean contra el oscuro cristal, como si buscaran estrellarse en una irresistible fuente de luz. Es un cuento que a mi madre le encanta repetirme desde que estaba en su barriga. "Tal vez intuyen que, de alguna manera, tú ya estabas rondando alrededor de las sonrisas impresas sobre aquel pequeño cuadrado de cartón"’.

Esa es mi historia. En este mismo instante, mi madre me tiene entre sus brazos y me mira extasiada, como si no tuviese otra cosa que hacer en toda su vida. Me llamo Nela, y acabo de nacer. Os preguntaréis cómo puedo conocer mi historia, con una vida tan corta, pero es precisamente ahora cuando la tengo más fresca. Luego empezaré a llenar mi cabecita de cosas nuevas que tendré que aprender, y se me olvidará todo lo que sabía antes de venir.

Puede que un día el cambio climático haga llegar la costa hasta el faro de mi padre, y lo convierta en un elemento funcional; claro que entonces perderá el atractivo de lo artísticamente inútil. Ese día el faro tendrá lentes y lámpara, y las polillas un motivo verdadero para embestir los ventanales. Y tal vez mi padre decida volver allí, y hacer una pausa en su desesperada búsqueda de la creatividad. O puede que yo crezca pensando que la historia del faro no es más que un cuento que a mi madre le gusta contarme cada noche, a la hora de dormir.