La Copa
Actualizado: GuardarPor fin, mi oportunidad de lucirme, nunca mejor dicho. Hace un rato que salí del lavavajillas, brillante como una patena, estilizada, un poco corta de pie y con boquita de piñón, no como esas vulgares copas de cóctel con la bocaza abierta, como esperando a que las cague un pájaro. Yo soy de champagne. Ni cava ni champán. De champagne, pronunciado con acento francés, ¿estamos? Y esta noche reflejo las luces de las velas en una mesa junto a la piscina de este hotel de cinco estrellas. A mi lado, una botella con la etiqueta dorada, seguro que carísima, metida en un cubo con hielo. Aquí llega él. Lo hubiera preferido de etiqueta, la verdad. La camisa amarilla no combina nada bien con su fofez de nata coronada por una calva a modo de guinda, y esos pantalones de lino blanco, a partir de según qué talla, y si te los atas demasiado apretados a la cintura, parecen un globo, las cosas como son.
Después aparece ella. Tiene pelo, quizás castaño oscuro aunque su tinte pretenda otra cosa, y curvas que dibujan la figura de un reloj de arena, uno pelín recargado, del mismo color que las burbujas que acaban de entrarme, cosquilleándome en la tripita, y que la dama abreva con unos labios de tacto neumático repellados con varias capas de rojo intenso que se me quedan pegadas a los bordes. Puaj.
A cambio, la siguiente sensación, precedida por un chof, es placentera. El caballero ha sumergido un anillo dorado en el cobre de la bebida, que enseguida se va al fondo, sin duda lastrado por su porrón de quilates. La boca de la agasajada, que, confieso, me da un poco de miedo, compone un ohh inverosímilmente cerrado. Me toma por el pie y me deja vacía de un trago. Aaaaala, otro churretón.
Pero las humillaciones no han hecho más que comenzar. La señora me mete un dedo, desconsiderada, y saca su particular tesoro. Y más ohh, y muchos ahh, y zalamerías a su Romeo mientras me sostiene entre el índice y el pulgar de su mano derecha. Es como subir a la montaña rusa. Casi estoy por tocar el cielo (me lo imagino bonito emboscado tras toda la contaminación lumínica de este trozo de costa) cuando, un segundo después, el suelo se acerca peligrosamente, menos mal que es césped y caería en blando. No veo lo que hacen pero, a tenor de los ruidos y churrupeteos, es una circunstancia que agradezco. Sinceramente, me esperaba más glamour. ¿Les he contado ya que soy una copa de champagne?
Suena la lambada. Es la melodía de un móvil y, por lo que voy conociendo de la pareja, podría ser de cualquiera de los dos. Me bajan de mi carnosa atracción de feria y me depositan junto a la botella. Un alivio. Es ella la que habla por su teléfono. Al principio ha tronado un ‘dígame’ bronco, cavernoso, fruto probable de años de tabaco negro tocando la guitarra con sus cuerdas vocales. Y luego ha bajado el volumen de una manera sospechosa hasta para mí, que soy una copa con poco mundo. Incluso él, que de mundo debe de andar peor que yo, también termina por mosquearse.
– ¿Quién es? –espeta con voz de pito–. ¡Madre mía! ¿Hay algún tópico de don juan hortera de mediana tirando a alta edad que este señor no cumpla? Hasta donde he comprobado, no, no lo hay.
– Nadie –responde ella–.
– ¿Nadie? –sube dos notas el galán–.
– Vamos cariño, bebamos –contemporiza la amada mientras me empuña y me sitúa, de nuevo rellena, entre ambos–.
Me siento como Tarzán entre un rinoceronte y una pantera, solo que yo no soy el rey de la selva sino un objeto de cristal, frágil, como señalaba muy acertadamente el embalaje en el que llegué envuelta de fábrica. A ver cómo lo explico, que se me entienda.
– ¿Tú me has tomado por tonto? –vocifera (o al menos lo intenta) él–.
Yo rezo por que a la interpelada, en cuyas manos me hallo, literalmente, no le dé por contestar la verdad, cuando mi portadora me empuja para que mi contenido moje el rostro del pardillo. Tras vomitar, tirito entre sudor frío, pero nadie lo nota.
– ¡¡Devuélveme el anillo!! –ordena el despechado–.
Ella me deposita en la mesa (agradezco el detalle) para contestar con las manos, lo que no significa que domine el lenguaje de signos sino que se abalanza sobre su ahora contrincante para arañarle la cara. Algo me cae dentro, una gota, después otra, que saben a metálico, como el anillo de la discordia, pero con un tacto mucho menos agradable. Una sustancia viscosa se desliza dejándome un rastro de moco rojo. El atacado suelta alaridos de «Policía, policía». Se oyen sirenas, y me destellan unos fogonazos azules que, si tuviera el cristal limpio, como al principio, me combinarían en un precioso juego de luces, no es por nada. Revuelo. Después, el silencio.
Y una reflexión final: ¿podrá el lavavajillas sacarme estas manchas?