luto en el mundo de la cocina

«Hay mucha impostura en los restoranes»

En esta entrevista inédita, concedida a un cocinero amigo, Santi Santamaria habla de su familia, del amor por la cocina y hasta de la muerte

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Hombre único en su especie, capaz de provocar los mejores sueños a un goloso sirviendo una cocina voluptuosa, sabrosa y de una modernidad estereofónica, fue un chef de temperamento y carácter con una particular visión del mundo que supo plantar cara a la vida y a muchos acomplejados, que hoy le llorarán por escrito, sí, pero que lo señalaron en vida como un esclavo de la cocotte y el cebollino: en nuestra moderna gastronomía, envidiosos y desgraciados hurgan demasiado las entrañas de quienes se ponen a salvo de la hoguera, sin saber que en el diablo, también está Dios.

Hace un tiempo tuvimos la fortuna de visitarlo en Can Fabes, regresando con esta entrevista que no es más que un testimonio de su vida y su persona; que la tierra te sea leve, cocinero.

– ¿A quién echas de menos a tu alrededor?

– A mi padre, que murió hace seis o siete años. Era agricultor, ganadero, payés y catalán.

– ¿Cómo conociste a tu mujer, Àngels?

– Tomando copas con catorce o quince años. Vivía en el pueblo vecino de San Esteban, y bajaba a la capital de la comarca. Desde entonces estamos juntos.

– ¿Es ella la clave de tu éxito?

– Es pieza vital de una aventura llamada Can Fabes y es imprescindible, pero además de formar parte del viaje profesional, protagoniza la parte familiar, emocional y personal de todo este tinglado, que pesa mucho más que el restorán.

– Recuérdanos tus primeras experiencias profesionales.

– Siempre me gustó más jugar con fuego que con juguetes. De pequeño la chimenea ardía todo el día, no he dejado de guisar nunca. En mi infancia la cocina formaba parte de nuestras vidas y el espacio tanto físico como el contacto permanente con los alimentos ha sido una constante. Teníamos vacas en casa, las ordeñábamos y vendíamos lo que recolectábamos en el campo, guisantes, cebollas, patatas… esto era un festival… ir a buscar setas y venderlas era asunto de pura subsistencia.

– ¿Tu madre te dejaba cocinar?

– No mucho. Cocinaban mi madre y mi padre, que trabajaban en una fábrica textil y en las labores propias de una casa de payeses. En nuestra finca vivimos mi familia y sus antepasados en el transcurso de los últimos doscientos cincuenta años, y fue uno de los primeros inmuebles que se levantaron fuera de las viejas murallas; frente al restorán pasaba el camino que unía Barcelona con Girona. Éramos una especie de plaza que unía los caminos. En casa tuvimos viñas, los viajeros paraban a repostar sus carruajes y bebían nuestro vino.

– ¿Y profesionalmente?

– Comprendí la existencia de la alta cocina con Philippe Serre, antiguo jefe de cocina de Michel Guérard, que vino a montar un restorán a Cataluña. Fracasó. Pero a partir de entonces comenzamos una relación de amistad muy grande y percibí que existía otra cocina mucho más elaborada y técnica. Es un tipo con una inmensa formación y atesora una biografía muy marcada por los fogones, trabajó con Robuchon. Cuando Xavier Pellicer dejó vacante el puesto de jefe de cocina de Can Fabes, Philippe regresó y pasó conmigo tres años en Sant Celoni. Fue una etapa inolvidable. Marchó y ahora trabaja de profesor en Francia. En mi segundo libro hablo de Philippe y los gratos momentos que viví con él.

– Define al comensal perfecto.

– Cada vez estoy más alejado del contacto diario con el comensal, pues entiendo que una cosa es la amistad y otra, ejercer la profesión. El comensal no viene a hacerse amigo del chef, sino a recibir un servicio profesional y competente. He vivido algunas experiencias amargas tras estrechar amistad con ciertos clientes que, por razones desconocidas, dejas de ver. Y duele. Por eso hoy me acerco a ellos si me ofrecen su confianza, pero tomando la precaución de marcar bien las distancias. El compadreo en la sala no es bueno, pues no somos los clientes de nuestro restorán ni debemos vivir como ellos.

Comer en compañía

– ¿Qué es comer bien? Recuerda las mejores comidas de tu vida.

– Comer bien es algo fantástico que intento hacer todos los días. Si lo situamos en el ámbito de un restorán, está complicado, pues la cocina que más me agrada se encuentra fuera de él. No entiendo la cocina si no hay una participación en la mesa de relación personal, de amistad, para mí es más importante con quién como que lo que me como. Me aporta mucho más participar de los alimentos, del sentido de la amistad, del ocio, del acto de comer en común; comer en soledad es muy triste, no sé cocinar para mí. Cada vez es más importante comer en casa, en la mía propia o en la de los demás, soy mucho más feliz y se disfruta más. Para mí el restorán es un negocio.

– ¿Incluso cuando eres tú el comensal?

– Igual es que me estoy cansando de ir a . ¿Sabes?, muchas veces no apetece compartir comedor con gente que no conoces. Hay muchas historias en un restorán que acaban siendo una gran impostura, una falsedad enorme, cómo te reciben, cómo te atienden, si te gusta más o menos…

– ¿Qué chefs muertos o vivos te han influido?

– Fredy Girardet me marcó muchísimo y continúa conmoviéndome. Su vida ha sido complicada, el accidente de su esposa, su hija no quiso seguir sus pasos... pero ejerció su profesión admirablemente y se situó siempre al servicio del cliente. Este concepto de ‘servicio’ no está excluido cuando tienes un restorán y no lo digo como un acto de sumisión al estilo de «el cliente siempre tiene la razón», sino que la restauración en general es un acto hacia los demás y este ámbito de contribución personal y cultural es un valor añadido muy alto cuando tú decides ejercer este oficio. Me podría dedicar a otra cosa para ganarme la vida y podría haber elegido cualquier otra profesión, pero cocino desde los 24 años, con 14 trabajé como aprendiz de dibujante y cursé ingeniería técnica... En un momento dado pensé: dejo la industria y monto en casa una pequeña fonda. Y así lo hice, hasta hoy.

– ¿En qué momento tomaste esa decisión?

– Yo tuve que ir al servicio militar a regañadientes. Tuve un desencuentro con las Fuerzas Armadas por estar encausado por injurias y objeción. Era hijo único y continuar erre que erre causaba un problema importantísimo a mis padres, que me necesitaban en casa para las labores propias de una casa de labranza. Entonces decido hacer la mili y cuando vuelvo ya tengo ideas muy claras sobre cómo levantar una fonda. Me gustaba el dibujo, sí, y también la pintura, pero estudié antes una carrera técnica porque tenía que traer un salario a casa, si no me hubiera gustado estudiar Bellas Artes. Mi casa me marcó mucho, pues mi padre enfermó muy joven y tuve que ser responsable desde crío.

– ¿Sabrías decirnos lo bueno y lo peor del oficio de guisandero?

– Lo bueno es dedicar tu vida a los demás. Lo malo... No creo que tenga cosas peores que otras profesiones. Si pierdes la ilusión y la autoestima tiene que ser algo terrible, ¿no?

– El papel de la crítica. ¿Existe una prensa de pensamiento único?

– Desde el momento que hay crítica ya no hay pensamiento único, lo malo es que ya no hay crítica o muy poca. La función del crítico ha pasado a ser, en la mayoría de los casos, como un relaciones públicas en nómina de ciertos lobbys. Igual antes era así y no lo sabíamos, pero en la época que nos ha tocado vivir, con tanto show, hemos entrado en un hastío difícil de digerir.

– Conociste a los viejos espadas del periodismo gastronómico, ¿qué los diferencia de los actuales?

– Recuerdo un personaje muy entrañable que llegó a este mundo profesional por afición, Ramón Cabau, hombre extraordinario que tenía un restorán barcelonés legendario, el Agut d’Avinyó, que representaba esa cocina catalana burguesa. Acudía todos los días del año a comprar al mercado, hablaba con los clientes, daba consejos en los puestos, sugería ideas, animaba a los vendedores para que introdujeran nuevos productos y era inmensamente feliz en ese paraíso de olores y colores. Un fatídico día de marzo de 1987, como cada mañana, apareció en La Boquería, realizó el recorrido habitual, pero esta vez regalando claveles en cada puesto, hablando con todos y cada uno de ellos. Terminada la vuelta de honor, se paró en uno de los chiringuitos del mercado, pidió un vaso de agua y empujó por su garganta una pastilla de cianuro, cayendo fulminado. Quiso dar así a La Boquería su último aliento de vida.

– Hay una entrevista que no tiene desperdicio, que publicó Gourmets, en la que Ramón hablaba de la crítica y decía que él no les perdonaba nada, que tenía muchas facturas pendientes y que si no las querían pagar, no por no querer abonarlas la deuda quedaba eximida.

– La crítica hasta mediados de los ochenta es mucho más romántica y egoísta, más hedonista en relación con todo lo vinculado a la comida, y en este sentido, mucho menos interesada. La mayoría de la crítica malvivía de lo que escribía y eso da mucho respeto. Cuando uno ejerce esta profesión, es hermoso que te visiten y que les guste lo que haces, por supuesto, pero que tengan este punto crítico, mucho más independiente que ahora. La crítica, hoy, parece que está afiliada a una secta que les resta mucha frescura y sobre todo mucha calidad literaria. Te das cuenta que no hacen ni los deberes, no se informan, ni contrastan las informaciones. Apetece poco leerlos.

– ¿Y extranjeros?

– De vez en cuando leo a Jean-Claude Ribaud y paso por encima de François Simon, que me parece algo fantasmagórico.

«El alma es superficial»

– ¿Qué te sugiere la palabra innovación?

– ¿Innovación? ¿Es una marca de un coche, esto? (ríe). Es una palabra tan sobada como el apellido Picasso, mira tú como ha terminado el pobre, en un coche, precisamente.

– ¿Qué te parecen los cocineros que ‘dan de comer al alma’? ¿Tu cocina es pagana o como decía Cunqueiro, «cristiana y de occidente»?

– Estoy más del lado de Cunqueiro. El alma, en el plan que llevamos, es lo más superficial del ser humano, es como la epidermis. Empiezo a pensar aquello de que lo más profundo del ser humano es la piel, pues creo que lo más superficial es el alma. Hemos llegado a tal estado de perversión con este asunto, la conciencia, la parte oscura del ser humano, que nos acabará perdiendo. ¡Con lo santo que era el Demonio, collons, y lo bien que nos lo pasábamos!

– Controlar obsesivamente todos los procesos en cocina disminuye el margen de error, sí, pero ¿disminuye el ‘vibrato’ de los platos?

–Sí, también es bonito equivocarse porque es el reflejo de que te puedes superar a ti mismo. Me sabe mal la tendencia de ciertas guías, algunas ayudan, sí, pero muchas otras dan por hecho que tienes que abrir un restorán y ser atómico, infalible. Por eso estoy contento de que Casa Marcial, en Arriondas, haya recibido la segunda estrella Michelin, porque es el ejemplo de que un oficio que tiene un componente tan importante de vocación, cualquiera que sea el lugar en el que te encuentres ejerciendo, siempre habrá una guía que pueda ayudar a que los buenos gastrónomos te encuentren.

– ¿Es el cocinero un artista?

– Sí puede ser un artista, pero es algo que solo sabe percibirlo el cocinero cuando está transformando el alimento al fuego. Así como el buen músico es consciente de su capacidad artística cuando siente el violín vibrar en los carrillos, en la acción de cocinar hay miles de pequeños giros que el comensal nunca podrá percibir, pues están únicamente al alcance del chef, desde el olor a la acción, el gesto y la tensión del momento o el trabajo resuelto satisfactoriamente. Si el arte en sí tiene como objetivo que puedas percibir de alguna forma la exaltación de todos los sentidos y encuentres la armonía, también hoy –y en esto está un poco mi contribución y mis argumentos–, considero que la cocina puede llegar a serlo, pero para mí no hay arte en el siglo XXI que tenga una función social. ¿Por qué el cocinero moderno tiene que pasar a ser un bufón? Precisamente hoy, cuando hoy el arte tiene que estar al servicio de una mayor justicia si cabe, proponiendo una conciencia sobre los valores que guardan relación con la alimentación. Si somos tan artistas para satisfacer solo a bocas pudientes y saciadas, apaga y vámonos.

– ¿Todas las artes han tenido una función social?

–Yo creo que sí. Como mínimo son testimonio de la excelencia de cada época. Desde el momento que tu oficio trasciende y aceptas estos reconocimientos, tiene que haber una componente de responsabilidad muy grande. La evolución del arte varía según la libertad del ser humano, a no ser que aceptemos vivir cautivos. Muchos artistas plásticos han tenido que servir al clero porque no han sido libres.

– ¿Y hay alguien libre de ‘mecenazgos’?

– Yo creo que sí, hay profesionales que saben medir muy bien sus necesidades y no necesitan nada superfluo, con poco pueden vivir. El problema es que hablamos demasiado de gastronomía y muy poco de cocina, y la gastronomía es el arte de la imitación. Un restorán es gastronómico cuando exagera las formas y aparenta para que las clases inferiores tengan acceso al ‘modus vivendi’ de las clases superiores. En Francia, históricamente, la aristocracia quiso imitar a la realeza, la burguesía a la aristocracia, y a medida que se llegaba a una condición económica superior, se adoptaban las mismas formas, se comía de la misma manera, en los mismos lugares. Por eso los entraron en un circuito de moda y consumo que hoy está cuasi agotado.

«Hacia el abismo»

– ¿Imaginas otro tipo de modelo en el futuro?

– No soy adivino, pero me basta con planteármelo. Tampoco me sirve la bistronomía, los canelones de la yaya Quimeta, y toda la tontería que estamos viviendo en este país. Parece que nos dan de comer desde una cocina central, en entornos atractivos y asequibles para que las bestias comamos a precios soportables. Esto no me vale, es un engañabobos, no es verdadero y continúa siendo comercial. El restorán debe trascender mucho más allá de los aspectos comerciales y convertirse en un modelo de vida.

– Apuestas reiteradamente por la agricultura ecológica que respete la naturaleza y sus ciclos, ¿qué productos te han dejado boquiabierto en los últimos tiempos?

– Los tomates negros de Crimea son impresionantes. Yo no tenía fe en ellos hasta que tropecé con un tipo que los cultiva y me los trae a casa recién cortados de la mata. Escuchas hablar por ahí acerca de la agricultura biológica o biodinámica, como quieras llamarla, y te llegan al oído unas empanadas insufribles, pero cuando pruebas sus lechugas y tomates, dices, collons, aquí pasa algo. De entrada, lo que pasa es que te las recolecta a la seis de la mañana y están en casa en un abrir y cerrar de ojos, y eso no tiene precio. Muchas veces, el cocinero no debería ni tocar esos productos, para no magullarlos. Pudiendo comprar en lonja cada tarde, ¿cómo voy a ir a un mercado central? Pasé todo un año yendo diariamente a la lonja, y fue una cura de humildad.

– Por cierto, ¿qué lees?

– De todo. Droga dura. Mucho ensayo, pero indiscriminadamente. Tengo un montón de libros amontonados en la mesilla. Estoy leyendo ‘Walden’, de Thoreau, un pionero de la ecología que vivió en el XIX al margen de las leyes y propagó prácticas de desobediencia civil.

– Una última pregunta, ¿hacia dónde camina Santi Santamaría?

– Hacia el abismo. La felicidad es un proceso sin fondo, es cuestión de zambullirse hasta la cabeza y cuando te cansas, mueres. Nacemos para ir al cementerio, como los elefantes.