Julio Malo de Molina

Semana Santa

Si algo caracteriza a las sociedades contemporáneas y democráticas es la convivencia de códigos éticos diferentes

Aún quedan restos de cera en las calles y olor a incienso en las casapuertas. El espectáculo de la Semana Santa llenaba hace poco los espacios públicos de las ciudades andaluzas. Inevitable recordar las críticas a estas ceremonias por parte de mi devota abuela ampurdanesa, con sus treinta y dos apellidos catalanes, muchos más que en la reciente película de Martínez Lázaro. Algo poco común pues Cataluña acogió ya una fuerte inmigración procedente del sur de Francia a causa de una hambruna desatada durante el siglo XVIII, y desde el XIX la masiva llegada de trabajadores, atraídos por la producción textil, que crece con el potente despegue industrial consolidado gracias a la neutralidad española durante la Gran Guerra de 1914. Josefina Corominas i Gispert vivía con tía Anita en Vitoria, ambas hermanas viudas de guerra poblaban una bella casa llena de libros que era un placer visitar. Nació justo en 1900 y como llegó a centenaria vivió el siglo completo. Mujer culta y muy religiosa, había estudiado química en la Universidad de Barcelona, y profesaba convicciones católicas muy profundas, como sólo he visto en muy pocas personas, pues sentía la fe como código ético y vivencia espiritual de enorme vigor. Sin embargo deploraba algunos cultos andaluces, sobre todo la Semana Santa, que calificaba de irreverente y frívola. Luego he leído un excelente libro de Manuel Tuñón de Lara (1915-1997) sobre la religión en España en el cual el conocido historiador explica que sólo en Cataluña y en Euskadi puede hablarse de auténtico sentimiento religioso. Ramón Chao en ‘Après Franco: l’Espagne’ (1975) sostenía algo semejante para explicar que la Democracia Cristiana no obtendría aquí la implantación de que disfrutaba en Italia y Alemania.

Conocí otra mujer interesante con parecidas opiniones, Norma Vaughan, amiga galesa de mi madre que se instaló en Andalucía al casar con un sevillano. Católica fervorosa describía su perplejidad cuando conoció los ritos que aquí adoptaba su propia religión. Las ceremonias católicas británicas deben estar algo influidas por la Iglesia Reformada y por los iconoclastas de Cromwell, así que la proliferación de la imaginería barroca andaluza le parecía puro paganismo. Como el que recupera en el siglo IV el emperador romano Flavio Claudio Juliano (331-363) conocido por la historia como ‘el Apóstata’ pues repuso el culto a los dioses varios y múltiples, acusando de ateos a los cristianos. Un personaje que inspira a Fernando Savater un interesante ensayo, ‘La Piedad Apasionada’ (Ediciones Sígueme, Madrid 1977) y la obra teatral ‘Juliano en Eulisis’ (Madrid 1981).

Si algo caracteriza a las sociedades contemporáneas y democráticas es la convivencia de códigos éticos diferentes. En materia de religión pertenezco a la mayoría agnóstica dentro de un Estado sumido en el materialismo vulgar y relativamente laico, con los privilegios que de hecho disfruta la Iglesia, pero admiro la coherencia que he conocido en mis mayores. Como el talante librepensador de mi abuelo paterno quien tuvo la fortuna de vivir su juventud en la alegre Londres del cambio de centuria, aunque como Jean Barois, ya anciano acabó refugiándose en la fe inculcada durante su infancia bilbaína. O la generosa religiosidad de mi abuela; recuerdo un detalle que la caracterizaba, no consentía que en su presencia se hablara mal de nadie; y siempre advertía: si es mentira se trata de calumnia, de lo contrario es difamación, «el peor de los pecados» concluía, siempre recuerdo ese principio ético en este país de agresivas descalificaciones.

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