PATRIMONIO
La magia de los faros
Visitar las numerosas torres que se erigen como guardianes de nuestra costa es un auténtico espectáculo al aire libre y gratuito
Siempre tuve atracción por el mundo de los faros, sentimiento que ha evolucionado con el paso del tiempo. De pequeño fue algo normal para mí, al convivir con ellos durante los dilatados veraneos en el Cabo de Palos . Entonces, el encendido del faro era la señal inequívoca para que los de la pandilla de los pequeños volviéramos a nuestras casas, después de jugar en los Montes de Arena, que era como llamábamos a las primeras dunas que formaban el extenso arenal de la Manga del Mar Menor, desaparecidas por el voraz afán urbanizador de los años 70.
Los que vivíamos en la zona de Poniente, en la Barra, ya veíamos, al llegar a nuestras terrazas, el movimiento cadencioso de sus haces de luz reflejarse sobre el mar. Los que tenían sus casas a Levante, vislumbraban el faro de Cabo de Palos en toda su magnitud y altura, por su cercanía, pero también el pequeño faro de las Islas Hormigas, que marcaba el paso de los buques hacia el Puerto de Cartagena y, sobre todo, avisaba del peligro que suponían esos farallones en la navegación, al haber habido numerosos naufragios en esa zona, como el del Sirio, vapor italiano, en 1905. También tenían la suerte de ver, desde sus terrazas, el faro de la Isla Grossa y, en la lejanía, el faro del Estacio. Toda una sinfonía de destellos, con diferentes alcances y ritmo, que formaron parte del bello espectáculo de aquel litoral de mi infancia, a donde todavía no había llegado la luz eléctrica. También conocí a sus fareros, personajes entrañables, respetados y queridos en la zona, como Gandolfo, Pepe Medina, Prefasis…, cada uno de los cuales con su personalidad especial.
Por mi trabajo descubrí que el Faro de Chipiona era, para mí, casi una réplica del de Cabo de Palos
Los Gandolfo eran una saga de fareros, que también estaban en el Cabo de Gata, buenos jugadores de dominó. Pepe Medina fue un torrero muy ilustrado, que escribió mucho sobre su faro; y Prefasis, el único de ellos que vive, un gran chef, cuando cocinaba para sus amigos. Hoy lamento no haber hablado más con ellos, para que me contaran historias de aquella época. Sólo tengo de Prefasis unas notas tomadas en mi Moleskine, después de una comida en casa de unos amigos, algo que guardo con sumo cariño.
Cambio de litoral
Ya de mayor, y en otro litoral, me acerqué de nuevo al mundo de los faros, y fue por casualidad, por mi trabajo, cuando descubrí que el Faro de Chipiona era, para mí, casi una réplica del de mi tierra, aunque fuera un poco más alto (en realidad es el más alto de España, con 69 metros, frente a los 51 del de Cabo de Palos). Sus paisajes eran bien diferentes, sobre todo por el carácter que imprimía la marea, inexistente en el Mediterráneo, al hacer que los corrales de pesca —enormes balsas de piedra ostionera de época romana—, que rodeaban al faro de Chipiona, aparecieran y desaparecieran rítmicamente cada seis horas, algo habitual para los chipioneros, pero asombroso para alguien que venga de fuera, sobre todo del Mediterráneo. Ese inesperado descubrimiento hizo que se despertara en mí, después de muchos años, el sentimiento que tenía hacia los faros y, casi sin darme cuenta, me dediqué a leer historias, leyendas y libros relacionados con estas obras públicas, diseñadas por Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos. Comencé, como no podía ser de otra manera, con las del Técnico de Señales Marítimas que más ha contribuido en este campo, Miguel Ángel Sánchez Terry, cuyos libros se podían conseguir entonces –ahora creo que ya no– en el antiguo MOPU.
Desde pequeño siempre tuve atracción por el movimiento de sus haces de luz reflejados en el ma
Aquel descubrimiento de esas dos grandes torres, elegantes guardianes de dos costas y culturas milenarias, la gaditana y la cartagenera, también me sirvió de excusa para escribir mi primera novela, ‘Un mundo entre faros’. No fue un libro técnico escrito por un ingeniero –¡qué aburrido hubiera sido!–, sino una novela cargada de recuerdos de mi infancia en el Cabo de Palos, que brotaron espontáneamente —señal de que querían salir fuera— y también de historias de este bello litoral donde ahora vivo. Para esto último tuve que leer mucho y documentarme sobre la ciudad de Cádiz y las villas de Chipiona y Sanlúcar, algo que por otro lado fue un auténtico placer para los sentidos, y que me afianzó todavía más en mi cariño y admiración hacia esta tierra, que tan bien me acogió, ya de mayor. Todo ello bajo el hilo conductor de dos generaciones de torreros que se ubicaron en el Cabo de Palos y en Chipiona, con un breve período intermedio en Cádiz, jugando además con el tiempo, y trasladándome a la época en que se produjo el naufragio del Sirio en las Islas Hormigas. ¡Pero no es mi intención contarles mi novela!; sería sólo un placer si algún lector, fruto de su curiosidad por lo que escribo, se animara a leerla.
Sentimientos
La intención de este artículo no es sino la de transmitirles el sentimiento que irradian los faros, que de alguna forma u otra contagian a los que disfrutan del espectáculo y de la magia que transfieren a su alrededor, especialmente por la noche, que es cuando se erigen como los auténticos guardianes de nuestra costa. Déjense seducir por ellos e inclúyanlo dentro de su agenda de veraneo, para los que estén de vacaciones en la costa de Cádiz. Todos son monumentales y variados: Bonanza, Chipiona, Rota, Cádiz, Sancti-Petri, Roche, Trafalgar, Barbate, Punta Caraminal, Punta Paloma, Tarifa, Punta Carbonera... Su espectáculo es gratis, al aire libre, con el cielo repleto de estrellas, y si se acercan, escucharán sólo el tenue sonido rítmico del giro de la linterna. Háganme caso, vayan solos o en buena compañía, con gente sensible, y permanezcan un rato en silencio.
Por su cabeza pasarán muchas cosas y sentirán la magia de la noche, como en los versos del gran cantor y guitarrista Atahualpa Yupanqui:
A la noche la hizo Dios
para que el hombre la gane,
transitando por un sueño
como si fuera una calle.
Platicar con un amigo,
oír un canto en el aire,
ver el amor enredado
en la niebla de los parques.
O adivinar un poema
que nunca lo escribió nadie.
A la noche la hizo Dios
para que el hombre la gane.