Ana Mendoza

Cosas que no quiero contar

Parece que cuando la noticia merece ser contada no importase el riesgo

ANA MENDOZA

Como periodista una ha soñado muchas veces con cubrir algún gran acontecimiento internacional. Es tal la deformación (o deformidad) de nuestra vocación que no pocos fantaseamos con ser periodistas de guerra, vamos a seminarios especializados, asistimos a conferencias sobre el tema. Parece que cuando la noticia merece ser contada no importase el riesgo. Pero la adrenalina del periodismo no está siempre activa, al contrario, es la adrenalina del día a día, la que genera la actualidad más cercana y sobre todo la que llena el cuerpo con el llanto de un hijo, con la firma de una hipoteca, con un sí quiero, con un contrato fijo, la que se come a la otra y deja las ínfulas de reportero indómito en el armario de los apuntes.

Circunstancias de la vida me hacen estar en París en el momento en que se produce allí uno de esos hechos históricos, catastrófico, terrible, pero que no se olvidará, para desgracia de más de 120 familias que quedan destrozadas y millones de personas que ya no vivirán sin la fangosa compañía del miedo. Como digo, es un hecho circunstancial. No buscaba la noticia, solo la fotografía de la cara de ilusión de los míos al ver las luces de lo que se ha dado en llamar el reino mágico. Justamente a estas horas debería estar subiendo a la Torre Eiffel, paseando por el barrio latino o haciéndome un hueco entre cientos de japoneses para desilusionarme al ver que la sonrisa de La Gioconda no es tan enigmática como me habían dicho. Pero la foto que hago en este momento, la historia que puedo contar, no es la que esperaba. Ni siquiera venía con la libreta, pero los ojos abiertos nunca se quedan en casa.

Lo que veo ahora, solo unas horas después de la masacre de los radicales yihadistas, no tiene nada de mágico. Y lo que me pasa a mí le pasa a centenares de españoles que este fin de semana están en París. Conmigo hay una veintena de gaditanos encerrados en un hotel. De vez en cuando vemos pasar con una sonrisa sardónica a un ratón gigante, pero ni eso nos hace apartar los ojos de la pantalla de la televisión. Solo nos distraemos para contestar la infinidad de llamadas y mensajes de la familia y los amigos que desde la noche del viernes duermen tan poco como nosotros. Fue justo entonces cuando nos caíamos de la nube de algodón, de lo más alto del castillo de no sé qué princesa, cuando nos enteramos de que había habido un tiroteo en el centro de París. A partir de ahí fueron llegando las noticias a cuentagotas. Hay rehenes. La gente se esconde donde puede. El estado militar se instala en las calles.

Y ya por la mañana las portadas de los periódicos franceses nos golpean sin piedad. Quizá como periodista me debería subir a ese tren que sigue funcionando y que lleva directamente a la capital de Francia, pero la información que más me interesa en este momento es la que hay que ocultarle a quienes aún no tienen edad para entender que hay cosas inentendibles. Por eso no queda otra que renunciar a visitar la que hasta ayer era la ciudad del amor y quedarnos dando vueltas como leones enjaulados ante las puertas cerradas de unos parques que están de luto. Tenemos la opción de movernos, incluso de intentar volver a España, pero el desconcierto es tal que es mejor esperar. El miedo inicial va desapareciendo. Aunque parezca mentira, las cientos de metralletas que vemos por todas partes, en las manos de policías y militares, ayudan a mitigarlo. Entre ellos hay mucha gente despistada, gente que llegó para pasar el día y que se vuelven con sus mochilas sin saber muy bien que ruta es la mejor para regresar a casa. Nos dicen que las fronteras están cerradas. También nos dicen que el lunes podremos volver sin problemas a casa, que los aviones salen de los aeropuertos. Pero eso nos lo dicen algunos trabajadores que se mantienen en su puesto, porque la mayoría se ha quedado en casa. De momento no viene nadie más a darnos indicaciones ni información oficial.

Solo queda dejar que pasen las horas. Por suerte, las tiendas siguen abiertas para que entremos y podamos pensar en otra cosa, porque en el país de la ilusión el rey sigue haciendo caja. En la tele, Euronews nos tiene al tanto de lo que pasa a escasos kilómetros. Imágenes terribles. No comment. Nos lo cuentan periodistas, como yo, que apenas puedo contar más que es cierto que en el mundo mágico, cuando cae la noche los carruajes se convierten en calabazas y, algunas veces, como esta, los sueños se convierten en pesadillas.

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