LA PALABRA Y SU ECO

Verdugos y víctimas

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En qué pensarán los asesinos cuando planean milimétricamente sus crímenes? ¿Puede la ambición económica, los celos, la envidia, el ímpetu del deseo sexual, la ideología política o el fanatismo religioso justificar la muerte de miles de inocentes, víctimas de una violencia cada vez más sofisticada? Las siete bombas colocadas en varios trenes de cercanías de Bombay trae a la memoria los atentados ferroviarios de Madrid y Londres, la tragedia americana del 11-S, pero también el secuestro de los niños de la escuela de Beslan, la ignominia cotidiana desatada por la invasión de Irak, la tortura y el desprecio a la mínima dignidad humana practicados en el campo de Guantánamo, la limpieza étnica en Bosnia o el acoso cotidiano que sufre en sus propias carnes el pueblo palestino. Resulta alarmante que el mundo se haya acostumbrado a asimilar este tipo de sucesos como inevitables, y sus habitantes sigan almorzando -quienes puedan-, mientras el noticiero ameniza la comida con sangre y destrucción. Nos hemos acostumbrado a la barbarie con la misma resignación que al cambio climático: preparándonos para vivir en una sociedad paralela al desastre y emocionalmente parapetada contra la monstruosidad.

Como en las largas guerras, la gente se acostumbra al dolor ajeno y adopta medidas profilácticas contra la epidemia de los cuerpos muertos. ¿Qué pensarán los asesinos? Existe la posibilidad de que, poco a poco, los pensamientos de víctimas e inocentes se licuen entre sí por la inercia de la convivencia, y tal operación nos conduzca a justificarnos lo unos a los otros. El mecanismo de acción y represalia podría llevarnos a adoptar papeles similares en la representación de una espantosa pieza teatral que confundiéramos con la vida y, al cabo de la enésima función, suplir a los personajes contrarios porque ya nos sabemos la obra de memoria.

Por eso es importante preguntarse por las razones que el verdugo esgrime para aniquilar a sus víctimas, aunque aquél no repare en la conciencia de estas últimas; luchar contra la abulia que nos produce el continuo terror y superar la fuerza de la costumbre con la perenne resistencia de nuestro espíritu, y hacer frente, no sólo a la invasión del mal, sino a algo que es aún más peligroso: dejar que nuestra moral caiga en las garras del desaliento.

Los asesinos piensan que su causa es el único motivo por el que merece la pena vivir y, por tanto, la vida de los demás no vale nada. El dolor del otro es una cuestión secundaria que no debe incidir en la ejecución de sus planes. Los muertos de los trenes de Bombay eran incluso paupérrimos ciudadanos que, en muchos casos, compartían la misma religión que sus verdugos, por lo que se derrumba la idea de que el móvil del crimen estribe en una cuestión de fe en Dios.

Las religiones siempre han sido usadas como justificación de la crueldad sin consultar la opinión de su mentor divino. Cuando el terror se apodera de los hombres, su pensamiento se transforma en el propio terror. Pensemos en los asesinos y asegurémosnos de qué bando estamos.