COGIDA. Castella, al ser gravemente corneado por el quinto. / AFP
FERIA DE SAN FERMÍN

El héroe imperturbable se lleva oreja y cornada

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Sebastián Castella estuvo en Pamplona firme, terco, impávido. Un derroche de su primera virtud: un valor metálico, hierático, extenuante, sordo, seco. Pagó Castella con una cornada. Se la pegó el quinto de corrida. El primero de los dos toros de Osborne que vino Castella a matar se le paró demasiado pronto. Una parada de mal estilo. Castella no se cansó de estar con él. Puesto, colocado. No encima. El toro empezó a pararse y pensárselo en el quinto embroque. Al décimo pidió la cuenta. En el forcejeo no se vio a Castella ni temblar. El toro que le hirió tuvo rara pinta y destartaladas hechuras. Berrendo en castaño, podría haber sido un bello toro con tanto color.

Castella se empeñó con él. Abrió faena en el estribo y el toro se le echó encima acostándose. En los medios estaba Castella al quinto muletazo. Puesto y dispuesto: cruzado, encajado, vertical. Como soplaba viento, se ayudó de la espada en una primera tanda de tres con la izquierda. En el muletazo de remate, el toro protestó y se puso a la defensiva. Cabra o cabestro. Porque enseguida volvió a tomar la muleta a saltos, a media altura la cara y renegando. Esta vez, por la otra mano.

Cuando Castella remataba con el cambiado y por el mismo pitón, el toro le pegó un gaitazo feroz y con él una cornada que despidió al torero y lo hizo rodar. En un suspiro llegaron al quite hasta siete hombres. Ni siquiera se dolió Castella, que mandó taparse a todo el mundo antes de volver a ponerse en el mismo sitio y en actitud idéntica. Formidable sangre fría. Castella cojeaba. El boquete en la taleguilla a la altura de los machos se veía desde cualquier parte. La porfía, también. Imperturbable el torero de Béziers, cara a cara en los medios. El toro punteaba y cabeceaba con estilo no agresivo sino todo lo contrario. Se estaba defendiendo. Le pudo Castella, lo sometió. Lo obligó en dos circulares invertidos aunque incompletos. Se estuvo mascando una segunda cornada mientras el manejo del toro se estiraba sin verse su fin. Todos nerviosos, menos Castella, que parecía no tener prisa. Una estocada desprendida al fin. Sin puntilla el toro. Cuando tuvo la oreja en la mano, una oreja de pelo castaño, Castella la blandió con orgullo. No pudo dar la vuelta. Cruzó el ruedo de punta a punta y entró por su pie en la enfermería. La ovación fue de las de caerse la plaza.

Hacía más de diez años que no lidiaba Osborne en Sanfermines. Ayer hicieron un encierro rápido y limpio. Aparte de las dos prendas del lote de Castella, y además de un primero de corrida que fue culo de mal asiento, saltaron tres toros potables: los dos de César Jiménez y el segundo de El Fandi. César estuvo especialmente entregado con el último de corrida, un pajarraco con cabeza de camargués. Igual de flaco y alto que el que acababa de mandar a Castella al hoyo. Pero éste tuvo recorrido y tranco, atendió por las dos manos, dejó estar. César se acopló con él, metió los riñones, anduvo firme, dibujó con calma. A la faena le faltó unidad. Le sobraron los rodillazos.

El fondo serio pesó menos de lo debido. Con el tercero de corrida, que fue el que mejores cosas hizo en estilo Osborne -humillar, descolgar y obedecer-, a César le costó resolver y tomar un rumbo. Firme, decidido el torero. Pero al hilo, aprovechoncete.

Larguísima la faena porque no tocaba ni techo ni fondo. El Fandi se escondió más de la cuenta con el cuarto, que, con las fuerzas justas y apagada nobleza, se dejó. Con el primero de la tarde no se le ocurrió a El Fandi casi nada. No hubo jaleo ni en banderillas.