Debajo del asfalto, está la playa
Actualizado: GuardarEmisarios submarinos que no conocen a un McGyver desde que iban a parvulitos. Chalets adosados en el pico del acantilado. Grúas en hidropedales. Pero, en verdad de la buena, en verdad verdad, ¿es que alguien puede sorprenderse sinceramente por los resultados del informe que ha elaborado y difundido Greenpeace en torno a la salud de las costas españolas?
No hay más que ver el litoral de Cádiz para darse cuenta de que la desmilitarización no es siempre positiva. Una vieja amiga francesa que amó a Andrés Vázquez de Sola me decía que ella no entendía a ningún Ejército del mundo pero que, desde luego, no entendía que existiera Ejército en España, porque llevaba dos siglos sin ganar una guerra salvo las que emprendía contra los propios españoles. Pues bien, se equivocaba: las baterías de costa de nuestras Fuerzas Armadas ganaron durante años una guerra contra la especulación que ya había conquistado plazas fuertes como las de la costa alicantina o la del Sol, con Benidorm y Torremolinos como magníficos ejemplos de un skyline que no debía repertirse. Incluso Javier Krahe llegó a reconocerlo durante el pregón del carnaval de Zahara de los Atunes que pronunció con ese adorable aire perplejo que le concierne: «¿Viva Zahara de la Sierra!», concluyó Krahe un artículo que le encargué sobre los valores turísticos del municipio de las almadrabas y que él se negaba a pregonar para no atraer a más veraneantes de la cuenta.
Pero el problema de nuestras costas no sólo concierne a esas urbanizaciones forajidas que no sólo esquilman el paisaje sino que contribuyen a que la polución siga siendo una de las grandes asignaturas medioambientales que los españoles y los gaditanos suspendemos convocatoria tras convocatoria. Tampoco reside estrictamente en la actitud de nuestras autoridades, desde el municipio al ministerio, que tendría que ser más atenta y menos complaciente y que, desde luego, tendría que ir más allá de esa especie de carreras de sacos que emprenden para ganar el concurso anual de las banderas azules: más nos valiera intentar ganar el de las banderas verdes. Una justicia a la que le cuesta ponerse el bañador no completa, desde luego, el retrato robot de los responsables de ese atropello. Habrá que buscar también sospechosos entre los don nadie, entre esa sociedad a la que todos pertenecemos y que se encoge de hombros cuando aparecen informes demoledores como los de Greenpeace, que no es el único -por cierto-, pero que ojalá sea el último: conozco a más de un bañista que, entre San Roque y La Línea, gusta ponerse en remojo junto al pantalán de la refinería porque arguye que allí el agua está más calentita.
Ay, costa cangrena del pelotazo, que ha ido cambiando campings por campos de golf: debajo del asfalto, en efecto, estaba la arena y la playa como gritaban durante el mayo del 68. Sólo que ya no es posible rescatarla. Hemos ido viendo desaparecer playas de la provincia gaditana como si fueran los diez negritos de Ágata Christie. Algunas siguen, empero, ahí como últimos testigos de lo que una vez fue esta costa: quiero creer que Bolonia sobrevivirá a pesar de que se haya corrido la voz de su existencia y a pesar del bellamente audaz pero inoportuno centro de interpretación de las ruinas de Baelo. Y la Torre de Castilnovo aún ondea sobre El Palmar desde cuando los gaditanos sobrevivían a los tsunamis, aunque no sabemos si esa franja silvestre y nudista sobrevivirá a la construcción de un par de hoteles. Al paso que vamos los otrora salvajes Caños de Meca podrían pasar a depender cualquier día del ilustre término municipal de Benalmádena.