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«Algunos no tienen ojos, manos, piernas...»
Los viajeros supervivientes huyeron despavoridos del pánico y del caos que inundaron los escenarios del terror
Actualizado: Guardar«Es horrible. Todo el mundo está en el suelo, sobre los raíles». Es lo único que acertó a relatar una de las supervivientes de los sangrientos atentados de Bombay a una emisora de radio. Salió despavorida de la estación en la que esperaba el tren, milagrosamente indemne pese a haber vivido tan de cerca las explosiones. Como ella, los pasajeros que no se vieron afectados o a quienes sus heridas les permitían huir lo hicieron con rapidez, sin siquiera escuchar a los equipos de socorro que se interesaban por su salud.
Un pasajero, afortunado por haber sufrido sólo un pequeño corte, relató la situación. «La gente empezó a saltar del tren en marcha cuando explotó la bomba, y las llamas y el humo invadieron el vagón».
El pánico y el caos inundaron por igual cada una de las siete estaciones colocadas en el punto de mira por los terroristas. Nadie se quedó para preguntar las causas. Sólo los cadáveres y los malheridos permanecieron en andenes, vagones o raíles.
El miedo a que tras las mortales explosiones llegaran otras reprimió incluso los intentos de ayudas espontáneas de los ciudadanos. Sólo los equipos sanitarios y policiales se aventuraron hasta los escenarios del terror en un primer momento. Luego, cientos de voluntarios tomaron parte asimismo en las tareas de auxilio.
Horas de espera
La tragedia desbordó el potencial de los equipos sanitarios de la capital financiera india. Las ambulancias tardaron hasta horas en llegar a los hospitales y morgues de Bombay, también colapsados por la ingente cantidad de heridos y muertos. «Llevo horas aquí trasladando los cuerpos. Algunos no tienen ojos, manos, piernas...», explicaba Bunty Jain, de 24 años, un tendero que colaboró con las camillas en la residencia pública Kem. También taxis y coches privados transportan a los heridos.
En los hospitales los voluntarios, dotados de guantes, recibían a los heridos y los colocaban en las camillas para ser trasladados a las zonas de urgencias. Los gritos inundaban los centros cada vez que llegaba una ambulancia, mientras la Policía se afanaba en mantener el espacio despejado.
En medio de la multitud y del griterío, una embarazada que no resultó herida caminaba lentamente, acompañada por otra mujer y un hombre que tenía el brazo envuelto en una toalla teñida de rojo por la sangre. Les tocaría esperar. Sus lesiones carecían de la gravedad requerida para un auxilio inmediato.
Mientras tanto, a través de los altavoces los voluntarios leían los nombres de los atendidos. Otras identidades quedaban registradas en una pizarra. Los médicos, por su parte, comunicaban que las reservas del banco de sangre y de medicinas eran insuficientes en comparación con la gravedad del desastre.
Las líneas de teléfono móvil seguían bloqueadas anoche y la gente aguardaba pacientemente ante las cabinas telefónicas para tranquilizar a sus familiares. No estaban entre las víctimas.