Rajoy y la extrema derecha
Actualizado: GuardarLos sectores más responsables de la opinión pública francesa se han alarmado al conocer que, a menos de un año de las elecciones presidenciales, la extrema derecha registra un apoyo insólito, entre el 12 y el 15%, en los tres sondeos recién publicados, y ello a pesar de que el partido de Le Pen, el Frente Nacional, no tiene actualmente representación parlamentaria (a consecuencia del sistema electoral mayoritario) y, por tanto, goza de escasísima visibilidad mediática. Los analistas recuerdan que en 2001, a un año de las anteriores presidenciales en que el líder ultraderechista dio la sorpresa de llegar a la segunda vuelta, los sondeos le otorgaban entre el 8 y el 10% de los votos (después obtuvo el 16,86%, más que el líder del PSF, Lionel Jospin). Pero no sólo en Francia se da esta preocupante situación: ayer, La Vanguardia publicaba un reportaje de su corresponsal en Bruselas, quien refería la creciente preocupación que se registra en la Unión Europea ante el ascenso de la extrema derecha en los países fundacionales y entre los nuevos socios del Este. Preocupación que se ha caldeado estos días por el insólito elogio a Franco en el Parlamento Europeo del diputado polaco Maciej Giertych -quien habría recibido, por cierto, una oleada de adhesiones de ciudadanos españoles-, y por la entrada en el gobierno eslovaco de Jan Slota, líder del extremista y xenófobo Partido Nacional Eslovaco, un exaltado enemigo de la minoría húngara y de los gitanos. En este momento, la extrema derecha es electoralmente significativa, además de en Francia, en el Reino Unido, en Dinamarca, en Bélgica, en Eslovaquia y en Polonia. En España, la situación es confusa. Los grupúsculos de derecha radical, neofranquistas o directamente fascistas, han fracasado electoralmente. Y esta situación, en cierto modo tranquilizadora, ha sido atribuida al papel desempeñado por Manuel Fraga durante la transición y en los años siguientes, de afianzamiento del mapa de partidos: el fundador del Partido Popular supo -se afirma-, mantener en su organización todo el arco ideológico de estribor. Y esta dimensión omnicomprensiva del PP, que es sin duda saludable para la democracia, habría obligado a este partido a determinadas renuncias nominalistas (como la negativa a sumarse a la mencionada condena al franquismo en el Parlamento Europeo, difícil de entender por otra parte). Evidentemente, esta condescendencia del PP, llevadera hasta ahora, se vuelve cada vez más embarazosa a medida que las frondas de la extrema derecha se pueblan descomedidamente, coincidiendo con la segunda llegada de la izquierda al poder en nuestra etapa democrática que arranca de la Constitución de 1978. Porque cada vez es más claro que un complejo mediático y social trata de arrastrar a toda la organización popular a parajes que se hallan extramuros del recinto constitucional o, cuando menos, en la frontera del mismo. Y llegados a determinado punto, es claro, en fin, que el PP tendrá que reconsiderar esta estrategia pragmática y que tomar definiciones diáfanas. Porque cuando en el seno de gran partido del centro-derecha comienzan a percibirse tensiones que presagian fracturas, la ambigüedad puede terminar siendo demasiado onerosa para quienes han de garantizar la unidad.
Muchos pensamos que el nulo éxito de la extrema derecha en España no se debe tanto a la labor seductora de Fraga cuanto a la vacuna franquista que nos inmunizó a la mayoría. La memoria de la dictadura y aun la de la guerra civil, están indeleblemente grabadas en la conciencia colectiva y mantienen un poderoso efecto disuasorio. De ahí que el PP poco o nada tuviese que temer si -pongamos por caso-, Rajoy diera un puñetazo en la mesa y se librara de las adherencias radicales que desfiguran su imagen.