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Los poetas muertos

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Los poetas muertos suelen abrir sus ojos con desconfianza cada vez que se aproxima el aniversario de alguno de ellos, pues no a todos les viene bien una conmemoración. Los hay que se crecen conforme pasan los años, sus versos son rescatados del olvido y parecen que, efectivamente, escribieron para generaciones venideras, pero en cambio otros no resisten los embates del tiempo y su obra se desvanece en el aire como una pompa de jabón. A estos últimos -que son los más-, los fastos literarios les sientan como una puñalada trapera. «Con lo tranquilo que yo andaba entre las telarañas de la memoria -deben decirse- , me llevan ahora a la palestra para ponerme en evidencia». Y es que, si los centenarios se justifican es por el resultado de una nueva lectura, distante y objetiva, del homenajeado.

Ahora se cumplen veinticinco años de la muerte de Pemán, y hay quien se empeña en resucitar aquella sociedad gaditana que le rindió tributo en vida para reivindicarlo de nuevo. El peor favor que se le puede hacer a una obra es mantenerla en una urna de cristal, preservándola de las corrientes naturales y obligándola a ser contemplada por unos mismos ojos. Es entonces absurdo rememorar los versos pemanianos con la nostalgia del ayer ¿O es quizás miedo al hoy? ¿A que su obra, en verdad, no se mantenga en pie?

Oí decir estos días en Cádiz que el testimonio literario de Pemán había sido «tendenciosamente olvidado», como si el advenimiento de una nueva casta política lo hubiese inducido a desaparecer. Que se sepa, Celine y Heidegger, que concomitaron oficialmente con el nazismo, se leen ahora más que nunca. O Ezra Pound que, tras sus arengas a favor del fascismo italiano, fue trasladado a los Estados Unidos en una jaula y juzgado por traición a la patria, mientras sus Cantos siguen siendo motor de empuje de toda la poesía moderna. En España, hasta Sánchez Mazas está rehabilitado como escritor, después de haber escrito la letra del Cara al sol. Pemán le puso texto al himno nacional, fustigó verbalmente a demócratas y republicanos durante la guerra y la posguerra, e incluso fue ministro del primer Franco, pero nada de esto tendría importancia si su obra fuese capaz de alumbrar un poco las sombras del presente. Como poeta, no pasa de ser un costumbrista de tercera que no se enteró de por donde fluía el neopopularismo de sus coetáneos de generación, la del 27. Como autor dramático, su teatro se nutre de la manoseada tramoya de Benavente y los tópicos de los Quintero, sin asomarse en absoluto a la pregunta sobre la existencia humana que caracterizó a los escritores del XX.

Y como articulista, por mucho que Antonio Burgos diga que «hay que mamar con sus Terceras de ABC», creo que su opinión no alimentó demasiado al cambio ético y estético que la sociedad merecía. Nada digo con acritud, sino con sus libros en la mano, recordando esa perla metafórica que, hoy día, aún hace sonrojar a muchos andaluces: «Y es que Andalucía es una señora de tanta hidalguía/ que apenas le importa lo materiá». Así nos fue.