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Sangres

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Con esto de los calores, a TVE 1 se le ocurrió refrescarnos la noche del domingo con una generosa aspersión de sangre a cargo de Quentin Tarantino. La película era Kill Bill vol. I, que es una historia de terribles venganzas cuyo exceso de violencia oscila entre lo paródico y lo catártico: catártico porque, según parece, y para el público adulto, el derroche de violencia audiovisual no enerva, sino que relaja; paródico porque el propio exceso violento sólo es verosímil como broma narrativa, como una caricatura que el espectador debe tomar como tal.

A los críticos de cine, en general, les fascina Tarantino. No les faltan razones. Sus películas satisfacen siempre criterios canónicos de perfección en los aspectos fundamentales del arte audiovisual: la puesta en escena, la concepción de los encuadres, las interpretaciones, el ritmo de la narración. Sobre estas cosas, que son el abecedario del séptimo arte, Tarantino añade rasgos de talento completamente singulares: determinados movimientos de cámara o determinados recursos de imagen -en Kill Bill, la introducción del manga- que dan al producto una personalidad inconfundible. Además, las películas de Tarantino están llenas de guiños que al cinéfilo le hacen tocar la gloria; por ejemplo, el sonido de una armónica que es una cita del spaghetti-western Hasta que llegó su hora.

Estos guiños juegan un papel semejante al de las citas en un ensayo o al de los fragmentos intertextualizados en una narración. Tarantino los coloca de modo tal que el cinéfilo los reconoce pero al lego no le estorban, con lo cual elude el reproche de pedantería. El problema viene después, cuando uno se pregunta qué es exactamente lo que le han estado contando. Entonces suele aparecer una sensación de vacío. Con las cosas de Tarantino siempre me viene a la mente aquel comentario del filósofo alemán Botho Strauss ante una película de nuestro hombre: «Qué poca nostalgia del Paraíso!». A las historias de Tarantino les falta una dimensión interior, es como si estuvieran mutiladas por dentro. A cambio, la ornamentación se multiplica por fuera. No deja de ser un barroquismo de nuestro tiempo.