LA RAYUELA

Compromiso

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Hacía varios años que no iba a una boda. Ya nadie se casa, dice la gente. Pero no debe ser del todo cierto, porque cada sábado o domingo veo varias en la iglesia vecina. Suelen ser bodas donde por no faltar, no falta de ná. Desde la inevitable y hortera limusina a los fracs y sombreritos de estreno, de los niños disfrazados de querubines al coro rociero, de los andares de pato sobre tacones imposibles a la austera elegancia que espera una ocasión para lucirse.

Lo cierto es que nadie me invitaba desde hacía tiempo. Supongo que también por razones de edad: mis amigos andan más bien separándose y se cuentan con los dedos de una mano los que vuelven al redil. Por otro lado, los jóvenes, ya se sabe que se casan poco, tarde y mal (sin trabajo fijo, ni piso).

Fue una boda distinta por muchas cosas. La principal, como dijo uno de los asistentes, es que absolutamente nadie estaba allí por compromiso. La segunda, que no hubo invitaciones. Nadie fue invitado ni convocado: con la naturalidad que el afecto crea, la noticia corrió por los móviles. Simplemente, acudimos a su casa como cualquier día de fin de semana, de visita y sin avisar. Este pequeño detalle, el de poder llegar a una casa de esta guisa, y ser siempre, siempre, bien acogido, es una virtud que condensa las otras, las cardinales y las teologales. Un privilegio del que sólo podemos disfrutar los que tenemos la fortuna de compartir, con un mundo amplio y multicolor de gentes, esta rara, por exquisita, amistad.

En este montón de amigos (no amiguetes, compañeros, buena gente y demás sucedáneos) también está el juez que los casó. Así que, otra diferencia, además de lo obligatorio, el señor juez tiró de un poema de Benedetti: «... es tan lindo saber que usted existe, uno se siente vivo, y cuando digo esto, quiero decir contar, aunque sea hasta dos, aunque sea hasta cinco, no ya para que acuda, presurosa en mi auxilio, sino para saber, a ciencia cierta, que usted sabe que puede contar conmigo».

Eso sí, fieles a algunas tradiciones, la tarta de bodas llevaba la parejita de muñecos encima, como debe ser. Se partió y compartió en amistosa comunión, se brindó con cava catalán (que sin duda es el mejor) y se pidió a gritos ¿que se besen los novios! Cierto también que la música era un pelín distinta: que sonaban tarantellas y piezas de ópera entreveradas entre canciones españolas de nuestras inmortales tonadilleras.

Otra pequeña diferencia fue que la siguiente semana, estando de viaje con mi familia por Italia, fuimos invitados a una fiesta que los amigos romanos de los novios habían organizado para celebrar la boda. La mezcla de langostinos y mozzarella acompañó a la pequeña babel de italianos y españoles, llena de guiños de simpatía mutua. De repente, la bella Marina comenzó a repartir camisetas con una leyenda: ¿Viva Zapatero! Aquella noche, el Lungotévere olía a limones y a libertad.

A lo largo del viaje hubo gente en Italia que miró con simpatía indisimulada la leyenda de las camisetas. Cuando mi hija pequeña contó en el cole lo de la boda, sólo tuvo que repetirle a una amiguita el nombre de los novios: ambos se llaman Juan. Ella dijo: «sí, ya entiendo»; y siguieron jugando con Las Witch.