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Federalismo y autonomía

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La Universidad está alejada, infortunadamente, de la política y quizá por ello muchos análisis de la realidad provenientes de la simbiosis entre las élites públicas y los medios de comunicación son poco rigurosos o, sencillamente, erróneos. De ahí que a veces, cuando el periodista tiene ocasión de departir con constitucionalistas avezados que dedican su vida al estudio y a la cátedra, recibe iluminaciones muy útiles y clarificadoras. Este artículo proviene, en concreto, de un encuentro intelectual muy fecundo con Víctor Ferreres, de la Universidad Pompeu Fabra, a quien no cabe hacer sin embargo del todo responsable de las tesis que aquí se recogen.

Lógicamente, la atención de los especialistas se centra estos días en la evolución de la reforma territorial en curso, que acaba de ultimar su principal elemento originario, el nuevo Estatuto de Cataluña, y que se dispone a acometer la reforma de toda la arquitectura autonómica, incluso el Estatuto vasco, que se revisará previsiblemente en último lugar ya que antes ha de desarrollarse el llamado proceso de paz. Y visto en conjunto todo este impulso reformador de la estructura del Estado, surge inevitablemente una inquietud conceptual: ¿estamos avanzando hacia un Estado federal?

La respuesta es negativa, a juicio razonado de Ferreres, quien argumenta que el elemento peculiar que nos aleja del diseño federal es la figura del Estatuto de Autonomía. Una institución que, auspiciada por la Constitución, recoge las competencias transferidas por el Estado a las CC AA y se convierte por tanto en una especie de pacto bilateral.

Los regímenes federales auténticos cuentan asimismo con una Cámara colegisladora de Representación Territorial, pero éste elemento es subsidiario y no esencial del modelo. Dicho en otras palabras, y a la luz de lo anterior, no bastaría con reformar el Senado español para obtener un verdadero sistema federal.

El núcleo del concepto «federal» reside, pues, en el hecho de que sea la Constitución estatal la que distribuya las competencias. Y así, resulta que cuando Rajoy propone una reforma constitucional para fijar las competencias residuales del Estado, no hace sino apostar por un modelo federal y simétrico. Simétrico porque todas las comunidades autónomas de régimen ordinario tendrían lógicamente atribuidas, por exclusión, las mismas competencias.

Racionalmente, el modelo federal resulta sugestivo, y en abstracto parecería muy deseable alcanzarlo para estabilizar el sistema político y poner término a los persistentes debates suscitados por la avidez nacionalista. Sin embargo, es claro que el nacionalismo periférico pugna precisamente por la asimetría, por la caracterización y la singularización frente a las demás comunidades. El nacionalismo catalán funda su ser en la identidad diferencial, en la peculiaridad, y encuentra émulos en casi todas partes.

Es claro que el deslizamiento del Estado de las Autonomías hacia un Estado federal -que podría mantener como excepción la foralidad en Euskadi y en Navarra- generaría ciertas tensiones, pero también consolidaría un régimen estable y no sujeto a las veleidades coyunturales impuestas por los nacionalismos. Pero dicha transformación, con la consiguiente reforma constitucional, requeriría el previo consenso de las dos grandes fuerzas turnantes. Hoy no parece posible que PP y PSOE converjan ni en éste ni en ningún otro asunto, pero esta confrontación circunstancial no ha de impedir que, al plazo que sea, las formaciones que canalizan la representación de más del 90% de cuerpo electoral mediten juntas una cuestión que habría de ser decisiva para la consolidación definitiva del Estado democrático español.